Presentación de libro de Xavier Pericay

Memorias de un disidente
 
Reseña del libro por Ana Nuño
 
Nada hay en la tradición hispánica que pueda compararse al río de diarios y memorias que recorre la geografía literaria inglesa o el mapa de las letras francesas. No viene aquí al caso hurgar en las raíces de esa malquerencia española. El caso es que el “yo” autobiográfico ha sido durante siglos el convidado de piedra de las letras hispanas. Por las razones que fuere, al yermo autobiográfico español le han venido saliendo últimamente unos cuantos inquilinos. La nómina, cuantiosa y desigual, va de Goytisolo a Trapiello, de Jiménez Lozano a Llop, de Gimferrer a Sánchez Robayna, de Tubau a Espada. Con Filologia catalana. Memòries d’un dissident, Xavier Pericay ha logrado hacerse con una de las parcelas más amplias y ambiciosas de ese territorio.
Aclaro que las memorias de Pericay, escritas en catalán por un catalán, se integran en el ámbito señalado. Un ámbito en el que conviven las letras catalanas y la literatura en castellano, que es su otra lengua y mercado, si convenimos en que toda lengua posee, además de un ámbito de uso, otro de incidencia e influencia cultural, que suele ser más vasto. Por mucho que se empeñe la anatomopatología nacionalista, la producción literaria en lengua catalana no existe en el vacío de su propio ombligo, y tanto como la lengua catalana, las obras en ella escritas se integran desde hace siglos en un marco más amplio, donde conviven en estrecho comercio con la lengua castellana y sus autores y obras. Propiciar su divorcio es condenarlas a las dos, a la lengua y a la literatura catalanas, a la inanidad, la pobreza y el ridículo, que es lo que acontece desde hace casi seis lustros por mor de una tan esperpéntica cuan letal ilusión identitaria, principalmente basada en el rechazo de “lo español”.
Amplitud, pues, y ambición. El hilo con el que pespuntea Pericay sus memorias recorre una vida que desde la Transición ha sido testigo y partícipe de algunas de las aventuras intelectuales, culturales y políticas más señaladas de Cataluña. Trayectoria vital amarrada a la memoria de una familia: la madre y el padre y los respectivos abuelos adquieren una importancia que excede la de su eventual utilidad –evidente en el caso de la madre– como motivo unificador. Lo del pespunte es más que una metáfora: como en esta técnica de costura que obliga a la aguja a volver atrás antes de dar una nueva puntada, el autor no da un paso sin antes volver la vista para, como quería Eliot, set our lands in order. Por lo demás, Pericay lo aplica sistemáticamente a todos los sucesos y personas que han jalonado su trayectoria. Esta manera de avanzar demorándose y retomando el hilo, este festina lente, es el mejor homenaje que podía rendirle a la que ha sido y es su pasión primordial. Valga decir, la filología.
Y es que el autor ha dado con el estilo más pertinente para narrarse a sí mismo: aplicándose a establecer el sentido y contexto de su vida, exactamente como lo haría con un documento significativo de la lengua. Traslación narrativa de un método brillantemente expuesto en El malentès del noucentisme (1997), ensayo escrito al alimón con Ferran Toutain que resulta imprescindible para comprender la evolución de la prosa catalana del siglo XX y los malentendidos que han rodeado su recepción y transmisión. En Filologia catalana, Pericay logra el tour de force de convertir método filológico en estilo narrativo, en un gesto que no deja de evocar el que condujo a Proust de sus ensayos y crónicas al definitivo salto de la Recherche, obra integral en la que confluyen vida y reflexión sobre la vida, narración y ensayo, intencionalidad ética y programa estético. Lo que Barthes llamaba el ductus de la escritura –la voz narrativa en movimiento– respeta aquí fielmente el proyecto filológico caro a Pericay y Toutain. Leer Filologia catalana se convierte, así, entre otras felicidades, en una experiencia lingüística señalada por su radical honestidad.
He dejado para lo último lo que salta a la vista. Me refiero a una virtud que es hoy, hélas, el bien más escaso en tierras catalanas, desde que el nacionalismo impusiera su ley en todos los ámbitos de la vida pública. Una ley que amenaza de ostracismo a quien ose discrepar de un puñado de principios falsarios: que Cataluña y los catalanes nada tienen que ver con España y los españoles, que “Madrid” tiene la culpa de todos los problemas, que España es “facha” y Cataluña, “progresista”. Este falaz ideario, por absurdo que parezca, ha logrado abolir cualquier manifestación, no ya de disidencia, sino de democrático disenso en la sociedad catalana. Aun Barcelona, que llegó a encarnar cierta forma de apertura al mundo y de pluralidad, ha acabado, como certeramente diagnostica Pericay, “tiñéndose de ambivalencia identitaria y relativismo moral. O, lo que es lo mismo, de nacionalismo e izquierdismo”.
La rara virtud que cultiva Pericay, y que hace de la lectura de sus memorias un tonificante viaje por una comarca de la vida limpia de trampantojos, es el respeto de la realidad. Virtud en ausencia de la cual no sólo el intelectual, sino el ciudadano de a pie acaba renunciando a sus derechos, entre los cuales, y sobremanera, el de disentir de las falacias dominantes. “Bien mirado –concluye Pericay–, me habré pasado la vida llevando la contra. Como un adolescente”. Nada de eso: como un ciudadano inteligente y honesto.

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