Las razones de un nuevo partido

La democracia y el sistema de libertades están en retroceso, y lo que queda sería mejor llamarla una democracia paternalista sostenida por unos poderosos medios de propaganda. Lo que importa es ganar elecciones, y por eso las campañas electorales duran cuatro años -una legislatura completa- para desesperación y aburrimiento de los ciudadanos, cuya participación en el sistema se limita a votar cada cuatro años.

Después de 30 años de recorrido podemos decir -y sentimos decir- que nuestra democracia, lejos de caminar hacia la excelencia, discurre por unos derroteros que hace ya tiempo han encendido todas las alarmas. Siendo cierto que en todos estos años el país ha realizado un despegue económico indiscutible y la sociedad española -aún sufriendo desequilibrios territoriales, y también de renta personal, importantes- se ha situado en un grado de bienestar muy aceptable, es también un hecho que jamás en todo este tiempo el grado de discordia política ha alcanzado el punto de no retorno al que parece haber llegado sin que nadie pueda ponerle remedio.

Con estos presupuestos no es sorprendente que hoy en España estemos llegando a unos niveles de desorganización de la convivencia muy preocupantes, que no hacen otra cosa que advertirnos que nuestro sistema democrático está necesitando de una profunda revisión. La pregunta inmediata es por qué se ha llegado a esta situación.

En el ánimo de los ciudadanos está el achacar la responsabilidad de la misma a la mal praxis de los políticos, a su tendencia a convertirse en casta, a la inevitable transferencia de su crispación intercorporativa al conjunto de la sociedad y, en definitiva, a su despreocupación de los intereses generales a favor de sus intereses particulares de grupo o de clan, que trata de convertir su pretendida actividad de representación temporal de los intereses de los ciudadanos en una profesión para toda la vida.

Siendo éste el sentir de tanta gente, es, sin embargo, un análisis insuficiente. Esta situación -que tampoco se puede generalizar a todos los políticos- sólo puede darse cuando el sistema adolece de fallos estructurales graves. Y es un hecho que el sistema hace aguas desde hace muchos años, y quienes tenían que haber evitado llegar a este estado de cosas -los partidos políticos- no podían hacerlo, porque ellos mismos eran los principales responsables del deterioro, al haber perdido por sus errores la función de legitimación del sistema. Es así como éste ha devenido en una partitocracia, o sea, en una oligarquía de partidos, obligados a mercadear para conseguir mayorías de gobierno. De esta manera, quienes han tenido responsabilidad en el Ejecutivo han permitido cesiones sucesivas e interminables del Estado a los nacionalismos (que están derivando en tensiones que empiezan a resultar intolerables y de consecuencias imprevisibles), han dinamitado la división de poderes al conseguir el sometimiento de los altos tribunales al poder político, han negado la reforma de la ley electoral para no dejar de tener ventajas en beneficio propio, y, al final, han logrado hacer la política despreciable o indiferente para los ciudadanos, y a los propios políticos caer en un descrédito social de difícil recuperación.

Después de este recorrido, lo que queda es la Sociedad Civil, a su aire, por un lado, y el poder omnímodo de las burocracias partidistas, por otro, ocupándolo todo: todo el espacio social y todo el espacio institucional repartido convenientemente por cuotas. El resultado final es que la democracia y el sistema de libertades están en retroceso, y lo que queda sería mejor llamarla una democracia paternalista sostenida por unos poderosos medios de propaganda. Lo que importa es ganar elecciones, y por eso las campañas electorales duran cuatro años -una legislatura completa- para desesperación y aburrimiento de los ciudadanos, cuya participación en el sistema se limita a votar cada cuatro años.

Bajo estas condiciones decir que nuestra democracia y nuestro Estado de Derecho atraviesan un momento delicado no parece una exageración. Y este no es un diagnóstico exclusivo de politólogos o expertos, miles de españoles lo comparten, sensibilizados dolorosamente por el devenir de los acontecimientos y hondamente preocupados por los problemas que les afectan.

Es así como muchos de entre ellos hemos pensado que la solución a parte de estos problemas pasa por la creación de un nuevo partido que canalice las demandas ciudadanas que nuestros partidos surgidos de la Transición ya no pueden dar satisfacción. Sea por agotamiento, por deformación, por incapacidad o por instinto de supervivencia, es un hecho que ya no pueden. Por eso, por primera vez en 30 años, la constitución de Unión, Progreso y Democracia el pasado 29 de septiembre ( el partido impulsado por Rosa Díez y Fernando Savater, como principales promotores ) surge como una necesidad sentida, más allá de la oportuna lucidez de unos cuantos. Un partido capaz de cuestionar las formas tradicionales de hacer política, a las que nos han acostumbrado durante tantos años, capaz también de plantear reformas inexcusables del sistema ( reformas de la Constitución, de la Ley Electoral, del Poder Judicial, etc. etc. ) de devolver la soberanía a los ciudadanos y, en definitiva, de regenerar la democracia en España. Lo que no podemos es seguir manteniendo un modelo cada vez más degradado y aislado de la sociedad.

Un planteamiento de estas características es algo más que una alternativa técnico-jurídica para solventar una crisis política coyuntural, es una alternativa fundamentalmente ética, porque trata de dar salida a la grave crisis moral que atraviesa nuestra sociedad. Cuando las cosas se abordan en estos términos, ya no pueden ser fruto de un mero ardor voluntarista, sino que sólo pueden ser expresión de una toma de conciencia de la sociedad civil. Y esto es lo que creemos que está empezando a pasar en España.

Gerardo Hernández Les
Diario Sur (16.10.2007)

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