“Hay palabras que matan más que una cámara de gas”
Simone de Beauvoir
Recurrente ya desde hace un tiempo, la cuestión de los llamados delitos de opinión y su consideración está estos días llenando mucho tiempo, aunque no mucha reflexión, entre la Izquierda. Así que, quizá, no esté de más poner brevemente algunos puntos sobre las íes en los aspectos jurídicos, ideológicos y políticos de este asunto.
Las reglas del juego
Los delitos de opinión no son una peculiaridad del Código Penal español. No voy a pretender matizar, pues es totalmente correcta, la opinión ya expresada por Esteban Ibarra, pero añadiré a su muy exacto escrito la mención del artículo 19.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ratificado por España, lo que significa que es aquí derecho positivo), así como el 29.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Además de esto, habría que mencionar todas las leyes positivas que, en diferentes países de Europa Occidental, castigan la expresión de opiniones contrarias a la existencia del Holocausto.
En consecuencia, no es nada extraño lo que sucede en España. Naturalmente es posible disentir de ello y aspirar a modificar las normas, pero esto también tiene unas reglas y estas no incluyen la quiebra de la normalidad ciudadana “per se”. Se puede intentar modificar las reglas por los cauces establecidos o, si esto conduce a un callejón sin salida debido a las precauciones tomadas por quienes dictaron las reglas, por la fuerza. Pero la fuerza, como muy bien sabía Lenin, debe ser superior a la que puedan ejercer los otros, y no parece que este sea el caso, cuando no se pasa de quemar contenedores.
Puede ser que haya gentes que opinen que nada de esto, la existencia de reglas, debe prevalecer a la hora de hacer su voluntad; pero quienes tienen alguna responsabilidad, derivada de su posición de poder, deberían recordar que las reglas son fundamentales en cualquier sociedad democrática, por más que las determinen las relaciones de clase. A este respecto siempre debe tenerse presente lo que opinaba el, seguramente, más insigne jurista soviético, Piotr Stucka, Comisario del Pueblo de Justicia en el primer gobierno de Lenin. En su “Función revolucionaria del Derecho y del Estado”, publicada en castellano hace más de 50 años por Península, desentrañaba el papel del poder clasista en el Derecho, pero dejaba clara la decisiva importancia del respeto a la normatividad en todo tipo de formación social.
El olvido de los principios
Aunque quienes han lanzado a rodar este tema han sido los gerifaltes de Podemos, la verdad es que ha habido quienes les han secundado de inmediato. Hablamos de la dirección del PCE, que ha venido pronunciándose abiertamente en contra de la sanción a los delitos de opinión desde la tribuna del Congreso, su propio Secretario General, y desde comunicados oficiales. Así como los primeros no tienen historia y son, por tanto, capaces de cualquier oportunismo, el PCE sí que la tiene y debería ser más precavidos a la hora de pisotearla. Salvo que sea eso lo que desean hacer.
Cuando se conoce la trayectoria histórica, a menudo heroica y casi siempre coherente, del PCE, su actual condena de la existencia de los delitos de opinión parece una enmienda a la totalidad y un rechazo de todo cuanto, a veces con tintes muy oscuros, ha hecho el movimiento comunista internacional. En realidad, semeja a una caída del caballo camino de Damasco. Algo que no dejaría de encantar a sir Isaiah Berlin si estuviera vivo. Claro que, desde el punto de vista de los principios ideológicos, lo peor no es esto. Lo peor es el batiburrillo ideológico que representa condenar ciertos delitos de opinión, mientras se apoya la existencia de otros: sin ir más lejos, los derivados de la defensa ideológica del régimen franquista.
Por si todo esto fuera poco, hay que recordar que este tema de la sanción penal de los delitos de opinión no está sólo en la historia del movimiento comunista. En realidad, viene de mucho más atrás: viene desde la Revolución Francesa y los jacobinos, que son el más claro antecedente histórico de los comunistas. Y fue precisamente en Francia donde se produjo, después de la Liberación, el caso ejemplar, por más extremo, en esta cuestión de los delitos de opinión.
El 6 de febrero de 1945 (fecha que, curiosamente, era el aniversario del intento de la extrema derecha francesa de asaltar el parlamento, lo que quizá no era una casualidad) fue fusilado Robert Brasillach, escritor francés de un cierto relieve (su calidad literaria es muy superior a la de ciertos “artistas” españoles actuales, aunque no sea tan excelsa como algunos panegiristas suyos han dicho), acusado de colaborar con los nazis durante la ocupación. Pero la verdad es que Brasillach se limitó a escribir y jamás mató a nadie, ni llevó a nadie ante la policía de Vichy o la Gestapo, aunque sus escritos eran inequívoca y declaradamente fascistas.
O sea, se trataba de un delito de opinión de manual y por él fue fusilado, en tanto que el jefe policial responsable de la redada contra los judíos de julio de 1942, que fueron conducidos rápidamente a los campos de exterminio, se las arreglaba, olfateando cómo cambiaban los vientos, para entrar en contacto con la dirección de la Resistencia y enterrar su siniestro pasado. Algo que Robert Brasillach se negó a hacer. Así las cosas, su abogado consiguió que un buen puñado de intelectuales franceses firmaran una petición de conmutación de la pena en su favor, que se presentó al Presidente del Gobierno Provisional de la República, el general De Gaulle.
El firmante más destacado de esa petición de clemencia (petición de que no fuese fusilado, no de que no fuese castigado) era Albert Camus, quien firmó después de dudarlo mucho y de hacer que algunas frases de la petición fuesen modificadas. Más destacados eran quienes se negaron a firmar: P. Ruiz Picasso, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y André Gide (este, al menos, no era un compañero de viaje de los comunistas, como puede comprobar cualquiera que conozca lo que escribió en los años 30, tras su viaje a la URSS). Años después, Simone de Beauvoir, en su “Ojo por ojo”, explicaría algo de lo que pensaba en aquella ocasión, pero no parece que nada de esto les importe a los primates de la presente izquierda española. Además de que, con toda probabilidad, no lo conozcan.
Jugar con fuego
Lo del fuego no es una referencia al incendio de contenedores de basura. Es una sencilla metáfora referida a quienes tratan de instrumentalizar a su servicio un fuego que acaba por quemarles a ellos. En realidad es muy posible que quienes han lanzado a rodar este asunto de la impunidad de los delitos de opinión pensaran simplemente en lograr alguna ventaja política con ello. Sin embargo, más allá de que traicionar los propios principios para lograr una ventaja es un caso evidente de oportunismo, lo cierto es que todo lo que está sucediendo muestra que esto no es así. Lo que deja al descubierto que, entre otras cosas, son muy malos dirigentes políticos.
Los sucesos de estos días, al calor del encarcelamiento de Rivadulla, si están llevando el agua al molino de alguien es al de la derecha más extrema. Así lo demuestra el que hasta el PSOE, una vez que en La Moncloa han olido de donde viene el viento, se haya posicionado contra ello.
Y la razón no es meramente la violencia irracional. Ningún demócrata consecuente puede condenar “per se” el uso de la violencia. Quien suscribe esta nota, en otros tiempos y circunstancias, también la usó. Pero la clave, en el uso de la violencia, son las circunstancias y los objetivos, como sabe, o debería saber, todo dirigente de la izquierda. Y, lo que sucede estos días, no justifica ese uso: ni por los objetivos, ni por quienes la ejercen realmente.
Si se trata de lograr el indulto de un condenado no parece que nada de esto ayude a que, quienes tienen en su mano esa facultad, lo hagan. Si se trata de apoyar el concepto de que los delitos de opinión no sean sancionados penalmente, tampoco parece que, por este camino, se vaya a lograr mucho apoyo a esta idea. Si se trata simplemente de la algarada por la algarada, también es evidente que los beneficiados serán otros: puede que esos –no hay que olvidar que el territorio español donde más ascienden estas llamas es Cataluña– que están atizando el incendio para obtener ventajas de cara a la constitución del nuevo gobierno de la Generalidad. Lo cual dice mucho de su catadura moral y política.
Además, está el asunto del antifascismo, que es el lema con el que se pretende blanquear todos estos sinsentidos. Aquí vendría a cuento recordar aquello del inicio del 18 Brumario de Marx sobre la farsa. Pues es lo primero que se nos ocurre al comparar este sedicente antifascismo de hoy con el auténtico de los años 30 y 40 del siglo pasado. Pero lo más grave de la comparación es que el auténtico antifascismo procura unir posiciones y esfuerzos, mientras que lo que ahora se quiere hacer pasar por tal, divide y debilita. En realidad, si todo lo que hay enfrente es fascismo, lo que se hace es enmascarar al verdadero fascismo y facilitar, como ya está ocurriendo, que muchas personas desanimadas crucen esa valla que, supuestamente, se quiere alzar ante él.
Para terminar, y como la pregunta del título no es puramente retórica, hay que responder que sí. Desde una perspectiva de Democracia consecuente, ese concepto aunado históricamente desde Robespierre a nuestros días, es evidente que es posible y legítimo punir penalmente ciertos delitos de opinión. Esa sanción debe observar todas las garantías y salvaguardas que pide el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Y el ordenamiento jurídico español actual las observa. Negar esto y proseguir con el aventurerismo político presente sólo servirá para acelerar el declive de la izquierda en nuestro país.
27 febrero, 2021
Ernesto Gómez de la Hera
Ex Secretario de Acción Sindical del Sindicato Estatal del Mar de CC.OO
Publicado en Crónica Popular
Sé el primero en comentar en «¿Se deben castigar ciertas opiniones?»