Reagan, en la campaña electoral de 1980, había prometido reducir los impuestos, disminuir el déficit público e incrementar sustancialmente los gastos militares para combatir el imperio del mal. Tal cuadratura del círculo tenía desasosegados a los asesores del presidente, que no sabían cómo justificarla. La luz llegó de un encuentro en un restaurante chino entre el jefe de campaña, Jack Kemp, y un profesor de economía de Stanford hasta entonces bastante desconocido, Laffer, que dibujó sobre una servilleta una curva en la que en coordenadas se representaban los tipos impositivos y en abscisas la recaudación. A partir de un cierto punto la curva se hacía descendente. El milagro se había realizado, se podía recaudar más rebajando los impuestos.
No tardó mucho en descubrirse la superchería. El primero en ser consciente de ella fue David A. Stockman, director de la oficina del presupuesto, quien dimitió de su cargo, explicando en un libro titulado “El triunfo de la política” sus razones, que no eran otras que la evidencia de que las reducciones fiscales sin recorte en las partidas de gasto conducirían a un déficit público explosivo. Como así ocurrió. Reagan, que había criticado en la campaña electoral el déficit existente del 2%, tuvo que asumir en 1986 un déficit del 6%.
La curva de Laffer no funcionó, pero lo cierto es que la reducción impositiva incrementó la desigualdad en EE UU. La Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO)) elaboró en febrero de 1990 un informe en el que se detallaba cómo, a pesar de las rebajas supuestamente generales o lineales, en la década de los ochenta los impuestos no se habían reducido para nueve de cada diez familias americanas. Únicamente el 10% más rico de la población había disfrutado desde 1977 de menores impuestos, y dentro de este grupo había sido el 1% de mayores ingresos el verdaderamente agraciado. Para este 1%, el tipo efectivo del impuesto sobre la renta descendió en 15 puntos porcentuales con respecto al aplicable si hubiese estado vigente el sistema fiscal de 1977, actualizado por la inflación. En concreto, esto significaba que en 1990, por término medio, cada uno de estos contribuyentes se beneficiaba con respecto a 1977 de una rebaja fiscal del 36 % (82.196 dólares).
Los planteamientos de la curva de Laffer son tan disparatados que el bueno del profesor de Stanford habría pasado sin pena ni gloria, si no fuera porque una tesis como ésta colma de gozo a los políticos y a las clases altas de la sociedad que encuentran en ella una aparente justificación para desarmar la progresividad de los sistemas fiscales y, como consecuencia, jibarizar el Estado del bienestar. En España la emplearon profusamente los gobiernos de Aznar para justificar sus dos reformas fiscales, y Pedro Solbes acudió a ella cuando redujo de forma notable el impuesto de sociedades. La burbuja inmobiliaria ocultó provisionalmente el impacto negativo sobre la recaudación, pero ha bastado con que aquella se desinflara para que los ingresos del sector público cayesen en picado y el déficit se disparase. Los mismos que en la etapa anterior defendían que los impuestos se podían bajar sin que la recaudación se resintiera se han visto obligados a subirlos para que el déficit no alcance niveles inasumibles.
Y es que el argumento sobre el que se basa la famosa curva de Laffer es tan solo una falacia. Sus defensores discurren más o menos de esta manera: un aumento de los impuestos produce un descenso de la renta disponible, y por tanto de la producción, por lo que se provoca una disminución de la base imponible sobre la que se aplica el impuesto. Por el contrario, es posible que una disminución del tipo impositivo provoque un aumento de las rentas, del consumo, de la producción y finalmente una mayor recaudación.
Se presume erróneamente que los recursos dedicados a la finalidad de disminuir los impuestos caen del cielo y que, además, no se pueden dedicar a ningún otro objetivo. Es posible que una reducción del gravamen provoque aumentos en la renta de los agraciados y en el consumo, pero ello será a condición de que se reduzcan determinadas partidas de gasto con la consiguiente disminución de las rentas de los beneficiados o del consumo público.
No deja de ser llamativo que a los defensores de la curva de Laffer nunca se les haya ocurrido realizar el razonamiento a la inversa. ¿Por qué no incrementar las pensiones o las prestaciones de desempleo en el bien entendido de que su impacto positivo sobre la actividad conllevaría un incremento de la recaudación impositiva de manera que el déficit se mantendría constante? Se habría encontrado la piedra filosofal.
Últimamente, en España, desde distintos sectores con claros intereses económicos, se viene repitiendo la cantinela de que nuestro sistema fiscal está agotado, no da más de sí y que subir los impuestos no significa recaudar más. ¿Cómo se puede hablar de saturación de la capacidad recaudatoria del sistema tributario cuando nuestra presión fiscal se encuentra 8 puntos por debajo de la media de la Unión Europea, y a 16 puntos de Dinamarca, 13 de Bélgica, y a 12 de Francia y de Italia; e incluso Estonia, Portugal y Grecia tienen una presión fiscal superior?
¿Es que acaso hay que conformarse con que las grandes empresas paguen el 3% de sus beneficios en el impuesto de sociedades y con que las rentas de capital tributen en el IRPF a un tipo muy inferior al que lo hacen las rentas de trabajo? Incluso en el ámbito de las rentas de trabajo, ¿acaso los consejeros y altos directivos de las grandes empresas, cuyos sueldos fuera de toda medida aparecen de vez en cuando en la prensa dejándonos absortos, no tienen mayor capacidad de tributar? ¿Por qué no subirles el tipo marginal máximo del IRPF? Hoy parece mucho el 52%, pero conviene no olvidar que cuando en 1978 se estableció el IRPF este tipo se situó en el 65%, lo cual indica la enorme rebaja fiscal de la que se han beneficiado las rentas altas.
Continuamente oímos en los medios de comunicación plantear una pregunta de forma incorrecta. ¿Qué Estado de bienestar nos podemos permitir? Sin embargo, la pregunta debería ser otra ¿qué presión fiscal debemos tener para mantener un Estado de bienestar fuerte, adecuado y eficaz? Si una sociedad tiene que prescindir de algo no es precisamente de la educación, la sanidad o las pensiones.
Juan Francisco Martín Seco, La República de las Ideas, 06-09-2013
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