Los libros de autoayuda son fundamentales para estabilizar nuestra sociedad. Primero porque consolidan el mundo de los simples y ésta es una misión de alto valor social. ¿Se imaginan que una sociedad, donde el número de frustrados alcanza cotas más altas aún que el de parados de larga duración, no hubiera un recurso, un sucedáneo, que te ayudara a convivir dignamente con tus limitaciones? Ya sé, ya sé, que está el fútbol, pero ésa es una actividad gregaria.
Nada que ver con los libros de auto ayuda. Aquí estamos hablando del individuo. ¿Hay actividad más fecunda que leer a un señor o señora, educados y cultos, que te explican cómo, por más idiota e ignorante que seas, existen en ti valores que no habías descubierto y que te pueden convertir en un sabio sin necesidad de dejar de ser un imbécil? El éxito de los libros de autoayuda parten de que cuestan bastante menos que la sesión de un psiquiatra o un psicólogo, están muy bien vistos socialmente y además aprendes cosas que nunca te hubieras imaginado poder hacer solo. Es como un bricolaje intelectual, y cuando te cansas lo dejas.
Este largo exordio viene a cuento de algo sobre lo que llevo tiempo dándole vueltas. Aquello que C. P. Snow consideró en 1959 como la separación de las dos culturas, la científica y la humanística, ahora se ha desplazado a algo mucho más vulgar. Simplificando: ¿A usted le gusta lo que a la mayoría de la gente, o tiene gustos minoritarios? Dos culturas. ¿Se atrevería usted a incitar a los lectores para que no se perdieran, antes de que lo quiten de las carteleras, un filme tan fascinante, complejo y seductor, como La mejor oferta, el último de Giuseppe Tornatore? ¿O debería limitarse a susurrarlo a los íntimos? Porque si alguien se refiere a aquel filme encantador que es Cinema Paradiso, le aclamarán y recordarán el gozo y las lágrimas de aquella película inolvidable. ¿Pero y La mejor oferta? Dice mucho de la cultura española el que las listas de libros de los suplementos literarios se midan por lo que venden, no por lo que valen.
La mejor oferta plantea algo ya tratado en el cine, la falsificación. Pero lo que nadie había hecho hasta ahora es preguntarse si es más fácil descubrir a un falsificador en el arte o en el amor, dos campos que admiten las falsificaciones más sofisticadas. Como ésta en mi última sabatina preveraniega, me avergonzaría no haberles sugerido este filme inquietante, lleno de hallazgos, desde el diálogo a los decorados, y unas interpretaciones que convierten lo excepcional en verosímil. No se pierdan La mejor oferta, en cine y en versión original. Los de la autoayuda mejor abstenerse.
¿Por qué insisto en los libros de autoayuda? Porque están basados en alabar nuestro talento, en la capacidad para superarnos, y sobre todo en no acomplejarnos de nuestra ignorancia. Exactamente lo contrario de este texto insólito, titulado 1913. Un año hace cien años (Editorial Salamandra) escrito y montado –porque está dispuesto casi a la manera de un vitriólico documental intelectual– por Florian Illies. Un recordatorio de ese año que precede a la gran matanza de la 1.ª Guerra Mundial (1914-1918), ahí donde algunos historiadores consideran que empieza el siglo XX, y que deja una estela de cuyas consecuencias aún hoy no nos hemos librado del todo. Pero no es un libro de historia, sino un mosaico donde cada tesela dibuja un lado oscuro o poco frecuentado por los principales creadores de un período desbordante para la gran cultura europea. Excuso decir que nosotros los españoles no aparecemos para nada, y las únicas citas demuestran nuestra ausencia o nuestra marginalidad en los eventos intelectuales de 1913. La visita de Rilke a Toledo y Ronda, un campeonato de tenis que se celebra en Madrid, como podría decir Bilbao o Barcelona, y la referencia a un pintor malagueño descrito de esta guisa: “Los grandes (pintores) franceses como Picasso y Braque…” Y lo digo sin que se me altere meninge patriótica alguna, porque así era la cosa o así lo parecía.
Fuera de cierta inclinación del autor hacia el ámbito cultural de lengua germana, del que por nacimiento y formación nadie está exento, y menos un alemán, por muchos cursos en Oxford que haya cumplido, cabe reconocer que estamos ante un período único de la cultura germánica en general –no olvidar que entonces Austria se constituía en Imperio– para cuya valoración no exige ninguna pasión patriótica. Viena, Berlín y Munich eran centros culturales que competían, cuando no rebasaban, lo que París y Londres pudieran ofrecer de nuevo, rupturista, audaz y hasta temerario. Resulta una satisfacción poder leer un libro así, por el escaso ritual y la ausencia de pompa y circunstancia que se suele otorgar a los grandes mitos culturales, tan queridos por los filisteos. Ese novelista equívoco, Thomas Mann, aplastado aún por el prestigio del hoy tan olvidado y entonces más famoso hermano Heinrich. Ese pintor, Oskar Kokoschka, haciendo su obra maestra a partir de las medidas de la cama de la pasión con Alma Mahler. Ese Robert Musil vanidoso y pusilánime. Ese poeta Trakl drogadicto y superviviente. Las páginas dedicadas a Kafka a partir de Kafka mismo, son de una viveza que convierte este libro de título tan poco seductor 1913, en un auténtico cofre de historias escondidas en los pliegues de nuestros tópicos.
Apenas con dos páginas se nos abre lo que significó en París el estreno de La consagración de la primavera de Stravinski. Su fracaso, su decepción, que quizá sólo hubiera podido calmar el saber que el impasible Ravel había gritado “¡Genial!” para tapar el tumulto que impedía seguir con el concierto. Confieso que desconocía que una pieza capital del teatro alemán como es el Woyzech, que había escrito aquel personaje excepcional, George Büchner, en 1836, ¡no se estrenó en Alemania hasta aquel 1913, vísperas de la gran carnicería!
¡Cuántas vergüenzas culturales guardan nuestras sociedades, nuestras universidades, nuestros catedráticos, dispuestos a edulcorar la historia! ¿Es una compensación al Estado o un gesto de caballerosidad filistea? Al fin y al cabo, qué le importa a la gente sí Büchner murió joven, y como un perro, en una Alemania que ya era la cuna del rigor académico. Lo importante es que la obra ha quedado y que sin ningún lugar a duda fue guardada y estudiada rigurosamente en los departamentos dedicados a la filología y la literatura.
No hay página en este libro que no sorprenda nuestra ignorancia. Es como un manual antiayuda. Exhibe nuestra candidez sin velo alguno de conmiseración. Como si de pronto exclamara: ¡esto es lo que había de más importante en Europa, muchachos, antes que las casas reales más corruptas de la tierra decidieran por un quítame allá una Serbia, iniciar la guerra que eliminó a millones de ser humanos, pero que apenas si afectó físicamente a ninguno de ellos, salvo por espasmo o edad, excepción hecha de la liquidación implacable de los Romanov de Rusia, después de la revolución de octubre de 1917!
No sé si resulta divertido, pero la hipotética coincidencia de Stalin en Viena, un revolucionario profesional al que Lenin había encargado un libro sobre las nacionalidades y el derecho de autodeterminación, que deberían reeditar las Juventudes de Esquerra Republicana de Catalunya, para diversión de la parroquia. Y de Adolf Hitler, acuarelista a ratos, pintor de lugares con encanto, frustrado tras el rechazo de la Escuela de Bellas Artes a admitirle.
¡Qué brutales son las noticias anodinas, vulgares, esos hijos de príncipes que nacen y pacen cuando el mundo está a punto de convertirse en un matadero! Gran libro, pardiez, imposible en nuestro mundo académico, no digamos ya en el periodístico. Les animo. ¿Qué hacían nuestros creativos cuando iba a comenzar nuestra particular gran matanza del 36 y el final del sueño de nuestro mundo?
Gregorio Morán
La Vanguardia (27.07.2013)
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