El Fervor, en Buenos Aires, a un paso de mi hotel y de la Recoleta. Tengo una cita para comer con una señora cincuentona, ya algo ajada, antigua gloria secundaria de la escena y la tele argentinas. Una propuesta por su parte para un espectáculo de teatro musical sobre una novela mía. A las primeras cortesías compruebo, asombrado, que viene con una copa de más. O más de una. Y a tales horas. Habla fuerte, ríe con estridencia y la lengua no siempre responde con precisión. Mi primer impulso es largarme, pero hay cosas que no pueden hacerse. Que llevan su método. Marcelo, el maître, nos conduce a la mesa que tengo reservada. Profesional impecable, ni siquiera pestañea cuando la señora pide un vino seco y afrutado. «Me temo que no será posible -responde-. En nuestra bodega sólo hay secos, por una parte, y afrutados, por la otra. De la variedad mixta no nos queda». La señora se decide por un afrutado; y yo, que a esas alturas no sé dónde meterme, le dirijo a Marcelo una mirada de angustia que acoge con un leve entornar de ojos afirmativo, tranquilizador.
Pedimos ensalada y pescado, Marcelo se retira, la señora parlotea sobre el proyecto en voz demasiado alta y yo hago como que la escucho, muerto de vergüenza, mirando el reloj de soslayo. Mientras un camarero sirve el vino -afrutado, confirma la señora chasqueando ruidosamente la lengua- me levanto y, con pretexto de lavarme las manos, me acerco al maître. «Habrá observado -le digo en voz baja- que la señora no se encuentra bien». Sin mover un músculo de la cara, Marcelo asiente: «No se preocupe, don Arturo. Queda entre nosotros». Su tono indica que ha reconocido a mi acompañante, pese a la edad y al estado etílico. «Quiero pedirle un favor -le digo-. Haga que nos sirvan con la mayor rapidez posible para acabar pronto». Marcelo me tranquiliza con una leve sonrisa profesional. Reprimo el impulso de darle unas palmadas de afecto en el hombro y regreso a la mesa, donde la señora se ha calzado, en sólo un par de tragos, media botella del maldito afrutado. Sin respirar, casi. Aún no ha puesto la copa sobre el mantel cuando aparece el primer camarero con una ensalada de remolacha y apio. La señora pincha una rodaja de remolacha y la proyecta directamente sobre la porción de puño de camisa blanca que asoma por la manga derecha de mi chaqueta. Luego, excusándose, torpe, intenta limpiarme con su servilleta y extiende la mancha a la chaqueta misma, inspirándome el anhelo urgente de que me trague en el acto la tierra. Más tientos al vino. Más parloteo sobre el proyecto. Asiento a ratos, sin prestar atención a lo que dice, mientras empiezo a pensar que la prójima lleva en el cuerpo algo más que alcohol. Por encima de su hombro miro a Marcelo, que vigila de lejos la mesa con perfecta calma profesional. Alzo una ceja en su dirección, y treinta segundos después un camarero retira la remolacha y otro sirve el lenguado. La señora pincha trozos en el tenedor, liquida lo que queda de vino y habla con la boca llena de un modo repugnante, proyectando trocitos de pescado sobre el mantel. Se ríe, la maldita, exactamente igual que Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. Reprimo el ansia desaforada de dejarla allí y salir corriendo. No he pasado tanta vergüenza en mi vida. El maître sigue observando de lejos, fiel como un doberman. Al tercer trocito de pescado que cae sobre mi chaqueta -esta vez en la manga izquierda- alzo otra vez las cejas en dirección al maître y hago con el dedo en el aire, discretamente, ademán de firmar la cuenta. Once segundos después tengo la cuenta sobre la mesa, firmo el recibo, dejo una propina monstruosa que Marcelo retira como lo más natural del mundo, me levanto con un suspiro de alivio, balbuceo excusas, conduzco, o casi arrastro, a la señora hacia la puerta. Allí la meto en un taxi, la veo largarse, miro el reloj. Toda la comida ha durado exactamente veinticinco minutos. Exhausto, vuelvo al restaurante para disculparme con Marcelo, y veo que aguarda junto a la barra. Antes de que yo abra la boca, comenta: «Espero que todo haya ido bien». Asiento, le estrecho la mano. «¿Quiere comer algo?», pregunta, afable. Respondo que no, que perdí el apetito. «¿Aceptaría una copa?», sugiere. «Me vendrá bien», respondo. Entonces abre una botella de estupendo Malbec y me sirve él mismo. «Fue un gusto atenderlo», comenta. Lo miro a los ojos. «Gracias, amigo mío», murmuro. Entonces, al fin, se permite una ancha sonrisa. «No, señor. Al contrario», dice. Y después se aleja tranquilo, imperturbable, caminando entre las mesas.
Arturo Pérez Reverte
XLSemanal (8.07.2013)
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