Libros imposibles (2): ‘Casarse’

Fotografía de Strindberg tomada por él mismo

Me cuesta imaginar este libro colocado en las atiborradas estanterías de uno de esos lugares pequeños que hay en las estaciones y en los aeropuertos, auténticos sex shops de la cultura, y encontrarse allí un libro que se titula Casarse. No lleva prólogo de Eduard Punset, ese genio de la agudeza científica –“señor profesor, discúlpeme que le haga una pregunta difícil: ¿de verdad es inevitable que miremos el reloj?”–. Casarse. ¿Un manual de incitación al matrimonio, estilo Rouco Varela, ansioso como estoy de que la Divina Providencia le anime a formar pareja y se le quite ese aire de mal follao, que dirían en la Andalucía profunda?

Confieso que a mí la Iglesia católica, a diferencia de los protestantes y demás religiones monoteístas, me fascina en su desvergüenza. (No lo olviden nunca porque no se lo van a contar los chicos que se dedican a la manipulación.) El gran Edward Snowden, un tipo que, haga lo que haga a partir de ahora, siempre para mí será uno de los personajes más importantes del siglo XXI: porque nos descubrió que éramos personajes de la fantasía de Orwell y no ciudadanos. Pues bien, Edward Snowden, cuando en el servicio de la CIA hubo de responder a esos cuestionarios gringos donde te llegan a preguntar las cosas más retorcidas, incluso si es que tienes intención de matar al presidente de Estados Unidos, resultó que a la hora de responder a qué religión pertenecía puso la cruz en “budismo”. ¿Saben por qué? Porque esa sociedad cada vez más inclinada hacia el fanatismo no incluye un apartado que diga “agnóstico”. Sólo admite creyentes.

La publicación de GiftasCasarse en sueco– es un acontecimiento múltiple. Primero y muy especialmente por su valor literario. ¡August Strindberg, no lo olviden! La primera parte (1884), que se remite a doce narraciones sobre el tema del casamiento, no se pudo editar y cuando lo fue alcanzó la cifra más alta de libros vendidos en Suecia; pocos habitantes y muchos lectores. La segunda parte, que hizo un par de años más tarde, siendo buena no lo es tanto como la primera. ¡Imagínense ustedes que se trata de August Strindberg! “¿Strindberg, dice usted? Me suena”. La obra fue prohibida durante tropecientos años porque cuestionaba una institución sobre la que se ha construido la sociedad que conocemos. El matrimonio.

Ahora lo habitual sería contar historias de Strindberg, que las hay para dar y tomar, pero me voy a lo nuestro. Casarse. Strindberg escribe el libro en 1884, tiene treinta y pocos años, es un zumbado de la vida, un artista pleno: lo que toca lo hace bueno, sea prosa, teatro o pintura. Si hay algo que me fascina en Strindberg es su capacidad para crearse problemas, y lo digo porque en más de una ocasión es la característica del genio. Cuando envía a su editor este libro imposible, lo describe así: “Es cruel, feo, bello, poético, prosaico, sentimental, crudo, horrible, delicado. Es decir, ¡como la vida misma!”.

No hay nada en la literatura española, ni la europea, del tipo de Casarse. No el matrimonio, sino casarse. Ese acto que genera unas consecuencias de largo alcance en la vida de dos personas. Strindberg fue un desastre matrimonial. Se casó tres veces, sin entrar en detalles, y en las tres salió trasquilado. “Yo sólo soy misógino en teoría”. Aseguran que esta frase está grabada en la calle peatonal de Estocolmo donde pasó los últimos años y que hoy es el Museo Strindberg. Estamos ante uno de los escritores más importantes de finales del siglo XIX. En una sociedad mucho más dura que la nuestra. El veinte por ciento de su población emigró por hambre y no volvió nunca. Su obra maestra, La señorita Julia, de 1888, no se pudo estrenar por la censura hasta 1906.

Casarse es una obra maestra que hubo de esperar mucho hasta convertirse en el libro más leído de la sociedad sueca de su tiempo. Ahora lo acaba de publicar, magníficamente traducido por un grupo dirigido por Paco Uriz, cuando nosotros sólo conocíamos el prólogo que apareció allá por los ochenta. Porque Casarse son muchas cosas. No es sólo literatura, es vida, como precisaba el autor.

¿Cómo nos casábamos algunos al filo de 1970? Un siglo después de Strindberg. Yo recuerdo lo que hube de hacer para casarme por lo civil y me veo ahora mismo entrando en una iglesia de la calle Embajadores, de Madrid, diciéndole al cura: “Disculpe, venía a que me diera el certificado de apostasía”. “¡Hijo, qué dices!”, exclamó el cura rojo de ira y al que no conocía de nada. “Necesito un certificado de apostasía porque deseo casarme por lo civil”. “¡No te lo daré nunca –dijo el curilla–, porque no te imaginas lo que eso significará para tu vida futura: estás condenado irremisiblemente!”. En una conversación, que les evito aunque hoy sería hasta divertida, amenazando con llevarle a un abogado y que firmara, como era su obligación, se rindió, no sin mirarme antes como el guiñapo condenado al infierno. Antes de rubricar, lo recuerdo ahora como en un relato de Strindberg, me miró fríamente: “Sabes que esto significa tu condena eterna”.

Ahora que soy mayor pienso que toda aquella izquierda radical de mi época, que aseguraba que no podía renunciar a los regalos que les tenían preparados los suegros, y sobre todo por “no darle un disgusto a mamá”, anunciaban los tiempos que vivimos. “¡Una boda civil, como si estuviéramos en una república!”. Algún día cuando sea aún más mayor me gustaría relatar aquella boda, la mía, cuatro pringados rodeados de un montón de Testigos de Jehová vestidos de etiqueta que esperaban su oportunidad para casarse en el juzgado del Rastro, del Madrid castizo. Era nuestra variante sueca, no había otra. Había que aceptar las reglas del juego y aplicarse esa teoría que nos llevó al cadalso: las formas no tienen importancia.

Casarse, editado por Nórdica, es una de esa joyas de la literatura que quizá no vayan bien con la arena de la playa veraniega, pero después de ducharse es un alivio para la inteligencia. Probablemente no venderá una escoba, ni los señores de horca y cuchillo de la crítica considerarán que un tipo que murió hace más de cien años se merece un lugar, ahora que ellos toman piruletas en los restaurantes. (Los restaurantes de moda han reinventado las piruletas, quizá porque nos consideran niños e idiotas.)

El problema que plantea Strindberg y que nos conmociona, independientemente de que se trate de un paranoico, se reduce a algo tan conmovedor, tan largo en el tiempo y tan sencillo de explicar como si la explotación, la extorsión y la humillación de la mujer durante siglos fue algo personal o social. ¿Y en qué varía? El hijo de la sierva, que en un sentido laxo lo fue Strindberg, llevó siempre la marca de las clases sociales. Eso que define y sitúa a los personajes en todas las épocas, sea el siglo XIX o el XXI. Thomas Mann dijo de él que había sido “el primero en todo”, y tratándose de hombre tan medido en los elogios, probablemente haya que valorarlo al alza. Cada relato de este Casarse exigiría una reflexión y hasta un debate. El mundo de la literatura contemplará esta obra maestra como algo similar a lo que denominamos los clásicos. Esos textos que deben leerse cuando se es joven y uno apenas se entera de nada, pero cuando alcanza la madurez dice en sesión gastronómica, rodeada de cómplices: yo recuerdo a Strindberg como uno de los escritores que marcaron mi vida.

Mentira, porque en España August Strindberg siempre fue un marginal. Esos escritores de los que se habla y no se leen. Alguna representación teatral, y como máximo algún cuento. De seguro no leyeron, porque tampoco podían, este Casarse, que yo recomendaría degustar al alimón, hombre y mujer, y luego quedarse un rato pensando, como aseguran hacía el gran cineasta Ingmar Bergman, antes de lanzar el libro contra la pared y decirle una palabra gruesa, entre cabrón e hijo de puta. Hay autores que inquietan y otros que trabajan para las pastelerías. Me animo a que la gente empiece a pensar en dos géneros literarios: calmo o inquietante.

Gregorio Morán

La Vanguardia (13.07.2013)

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