Ahora que las librerías dignas de tal nombre parecen una especie de oenegé de la cultura donde una serie de voluntarios, con más moral que el Alcoyano, pelean por sobrevivir en un mundo de cuatreros que les suministran bosta de caballo bajo el nombre de “novedades editoriales”, hay que reivindicar un lugar para los libros imposibles.
Libros imposibles son aquellos que desde el mismo día que salen al mundo, tanto la madre que los parió (es decir, el autor) como el padre que ha de hacer de ellos personas de provecho (el editor) son conscientes de que, a menos que se produzca un milagro –cosa impensable tratándose de gentes laicas, agnósticas e incluso ateas–, jamás conseguirán vender más allá de un puñado de ejemplares, y eso después de poner mucho empeño personal. “¡Que es muy bueno, que te lo digo yo! ¡Si no te gusta, me lo devuelves! ¡Te garantizo que me lo agradecerás!”. Adoro a los libreros –no digamos ya a las libreras–, esas gentes a las que el tiempo y la ignorancia social han convertido en auténticos personajes del siglo XIX, en aquellas épocas en las que se vendían los libros gracias a la probidad profesional y a la sensibilidad de estos psicólogos amateurs, sumidos hoy en un mundo de internautas soberbios y desdeñosos.
Vayamos al grano y se entenderá todo mucho mejor. Yo quiero hacer un homenaje a un autor, el italiano Mauro Corona, inverosímil personaje de Erto, al pie de las Dolomitas; a su traductora al castellano Álida Ares, de El Bierzo y, por lo que sé, experta en mundos tan escasamente bercianos como Venecia y Trento; a una editorial barcelonesa, Altaïr, voluntariosa donde las haya y tan alejada del mundo de la industria como para escoger la variable menos susceptible de atraer al lector: un título torpe, una promoción inexistente y, por demás, un prólogo de un individuo al que no conozco, por buen nombre Arcadi Oliveres, al parecer una figura del mundo alternativo, que en apenas dos páginas es capaz de demostrar que o no ha leído el libro o no ha entendido nada.
El fin del mundo equivocado, segunda entrega de la abundante obra de Mauro Corona que llega hasta nosotros, es un libro brillante, sarcástico y de lectura obligada. Yo, cuyo italiano ni siquiera alcanza a lo rudimentario, jamás hubiera dicho del mundo que el autor describe en su última etapa de destrozo y crisis ecológica, humana y social, en un alarde de ciencia ficción para lectores poco soñadores, que es “equivocado”. Los títulos los ponen las editoriales, y no los autores y aún menos los traductores. Recuerdo que hace algo más de un año y ante uno de los libros más eficaces literariamente de Corona, Fantasmas de piedra (Altaïr, 2011), llamé a este soberbio homenaje a la memoria “un mundo extinto”.
Mauro Corona relata con notable eficacia lo que parece el devenir de la sociedad en la que estamos metidos, llevándolo hasta sus últimas consecuencias. Basta un párrafo, genial en su sarcasmo, sobre lo que será el poderoso mundo italiano de la edición. “La sede de la editorial Mondadori de Milán –aquí la traductora, a pie de página, precisa que es la editorial del autor– es ahora una enorme granja con vacas, terneros y novillos en la planta baja. (…) En aquel inmenso y espléndido edificio, obra del arquitecto Niemeyer, en otro tiempo olía a libro y sólo se oía el repiqueteo de los ordenadores… Ahora se oyen mugidos de vacas y terneros y gritos de la gente que trabaja. En una sala de la planta baja han montado también una rudimentaria lechería para producir quesos, mantequilla y ricotta”.
Como escritor, Mauro Corona constituye un personaje poco común, y como ciudadano lo mismo. Trabaja, hace ejercicio –excelente montañero–, no toma leche, es vegetariano, abandonó el alcohol tras agotar las raciones que le correspondían en esta vida (y en varias más en las que se reencarnara), escribe a mano, con letra digna de un pendolista, y esculpe la madera en su casa taller de la calle principal y casi única de Erto. Un pueblo que sufrió la catástrofe de 1963, cuando se rompió la presa de Vajont, y se anegó la zona provocando tantos muertos que ni siquiera se ponen de acuerdo al contarlos. Un pueblo de montaña, orgulloso de serlo, históricamente antifascista, lugar de silencios profundos, de bosques inabordables –¡ay, el abeto rojo de donde procede la madera de los violines y chelos de Stradivarius…!–, pero es un mundo acabado, por más que por allí tuvieran sus casas de descanso Indro Montanelli y Vittorio Gassman, cuyas farras impresionaban a los paisanos, nada timoratos en cuestiones de damas y espumosos.
Una vez que hemos arrasado con nuestro mundo, aquel mundo burgués donde la civilización se concentraba en progresar aumentando nuestra codicia y nunca preguntarnos de dónde procedía, el candor –no encuentro otra palabra para definir el mundo ideológico de Mauro Corona, tratándose de un hombre duro, implacable en sus juicios, desdeñoso y agresivo– aparece en las esquinas del libro. Cuando de pronto apela al “hombre nuevo que ha nacido después del invierno del miedo”.
Porque el miedo es el virus más letal de la época que nos toca vivir. Una recuperación medieval. Quizá porque se acabó la idea del ciudadano, con sus derechos y sus deberes. Aunque no aparezca en el libro, tan alejado de cualquier pretensión ensayística, sólo literatura, empezamos a pensar que posiblemente todo aquella orgullosa humanidad que nacía sobre la sangre de la Revolución Francesa, y la libertad, igualdad y fraternidad, se diluyó y volvemos a algo parecido a la sociedad estamental.
¿Sabe usted encender una cocina de carbón? ¿Conoce el valor del frío en una sociedad agrícola? ¿Podría resistir unas semanas, no digamos meses o años, en una casa sin luz eléctrica y sin frigorífico? Mi generación, al menos algunos, hemos vivido en casas con candil y fresquera; términos que exigirían tan cantidad de explicaciones que alcanzarían lo exótico. Es verdad que por suerte para algunos se limitaban a meses de verano o estancias breves, pero no se paraba la vida, nadie se sentía angustiado. La naturaleza era lo importante y uno se adaptaba a ella en lo que tiene de más obvio; se vivía intensamente el día y se aprovechaba la noche para intimidades, como leer con vela o pensar o mirar lo más incomprensible que entonces conocíamos: el cielo estrellado.
Mauro Corona logra, en su casi apocalíptica visión de un mundo que llega a los límites de su explotación, otorgarnos algo tan valioso como evocar una vuelta allá donde nadie desea volver. A ese mundo campesino, más sórdido que bello, pero donde las cosas tenían valor en sí mismas, donde no se desperdiciaba ni despreciaba nada. Donde hasta la literatura tenía su singular hueco en los filandones –aquellos contadores de cuentos a la vera de la gran lumbre de chimenea– y donde la distribución de trabajos y maneras exigía una actitud negada con la indolencia. Los indolentes de antaño, a menos de ser geniales y respetados por el dedo divino, o eso se creía, iban destinados a las casas de enfermos o se los metía en un barco para que hicieran nueva vida allende el océano.
Esto es un libro imposible. Aquel que nadie espera resucitar del estante donde en el mejor de los casos lo echó una pésima distribuidora y que puede iluminar la vida de alguien a quien gusta leer, por el placer de leer. La gente antaño leía porque la tarde oscurecida era larga y porque ningún impertinente interrumpía su intimidad contándole banalidades en una caja idiota, ni le hacía partícipe de que había ídolos de mierda y mirra, a los que pagaba él con sus impuestos, y de los que se sentía orgulloso por la forma tan vistosa en que le engañaban. Los ancestros, digámoslo sin rubor, ante casos así los asaban y se los daban a los perros. Si eran malos tiempos, incluso se los comían.
Sólo los dioses, aseguran, pueden cambiar la historia. Los tipos que escriben como Mauro Corona lo único que pueden hacer es recordárnoslo.
Gregorio Morán
La Vanguardia (6.07.2013)
Sé el primero en comentar en «Libros imposibles (1). M. Corona»