Como un pez habla a un pájaro

El modelo Zara

En tiempos de zozobra la modestia se convierte en paisaje. Fíjense en las librerías, por ejemplo. Ya sé que está mal decirlo, porque los libreros aún conservan ese aire orgulloso de trabajar con la cultura, pero el modelo Zara, tan exitoso, lo ha empapado todo. Incluso el mundo del libro, y es lógico; cuando la gente del negocio se arruga adopta las fórmulas que le parecen garantizadas. Antes era privativo del mundo del cine.

Toda novela que se precie ha de estar pensada para convertirse en película o serial televisivo. Diríamos que es como el modelo Zara adaptado al mundo del libro-audiovisual. Algo con apariencia de gran estilo, adecuado para modestas economías culturales. Se construyen pensando en multimedia, y eso, cuando se deposita en las estanterías de las tiendas Zara-libros, exige una serie de condiciones del marketing que harían las delicias de los lectores cándidos. ¿Dónde se ponen los futuros éxitos, antes de que lo sean, cuántos montones, a qué altura, qué frase debe constituir el pegamento que atraiga al mirón de librería? Existen los voyeurs de librerías. Yo soy uno.

No puedo evitarlas. Entrar y mirar. Rebuscar en las estanterías mientras siento en mi espalda la mirada inquisitiva del dependiente, dueño o dueña, que no se atreve a preguntarme ¿qué es lo que busca? Porque la verdad es que no busco nada, sólo quiero encontrar algo. No olvidaré una experiencia en Guardo, un pueblo de Palencia feo y tronado, donde había media docena de libros en un estante que no había tocado nadie desde hacía muchos años, con el precio en pesetas, y una edición descatalogada, amarillenta y medio podrida por el tiempo y la desidia, del Piccolo mondo antico, de Antonio Fogazzaro. El paisano, perplejo e indolente, me cobró un dineral porque detectó mi ansiedad de voyeur, y sobre todo le fastidió que le desbaratara la decoración de telarañas; tradujo en euros como si fuera un banquero.

En Zaragoza, una buena recomendación me hizo llegar a una librería insólita, y de pronto volví a sentir esa sensación del mirón, del voyeur que penetrando en el antro donde saldrá aligerado de bolsa, lo compensará con la satisfacción de encontrar lo insólito, lo que Zara no me daría a menos que se lo pidiera y me lo encargaran con el rigor de una empresa seria y competente.

No sin cierta humillación intelectual, cabe confesarlo, descubrí a dos autores japoneses que al parecer son la base sobre la que se construyó esa gran literatura, que sin sernos demasiado familiar, nos seduce tantas veces como abrevamos en ella; la de los Kawabata y Mishima. La lectura de Las hierbas del camino de Natsume Soseki me dejó literalmente pasmado. Un tipo más raro que un perro verde, al que su mujer, con esa brutal e infrecuente sinceridad japonesa, llegará a preguntar “¿Por qué tienes que ser tan retorcido?”, que murió allá por el año 1916, tras sólo diez años de fertilidad literaria. Hay algo de Kafka sin Kafka, aunque con ese halo de rareza, de frustración, de verdad, de sinceridad, que escribe esta especie de memoria casi póstuma, literaturizada de una forma que no tiene parecido con la prosa que conozco.

A él debo esa imagen tan precisa y hermosa que figura en su relato, “como un pez le habla a un pájaro”, que es exactamente la misma sensación que tenía yo cuando leía el libro. Lo editó Satori, de la que no sé nada, y tiene mérito, porque figura con una dirección de Gijón, lugar digamos que poco proclive a lo japonés; sin ánimo de ofender, bastaría decir que si hubiera que poner las dos extremidades gastronómicas habría que situar Japón en las antípodas de Asturias. Pero la vida es así y tiene estos ángulos inesperados que consienten siempre la esperanza. Una editorial dedicada a la literatura japonesa en el lugar en apariencia menos inclinado a una prosa escueta, precisa, poco dada al adjetivo y menos aún a los superlativos.

Los expertos consideran que Natsume Soseki, un hombre frustrado en todo, tanto en la vida personal como en la social, que no tenía un alto concepto de sí mismo, construyó la primera literatura de la modernidad japonesa. Lo mismo que su coetáneo Ogai Mori, al que descubrí en la librería de Zaragoza, y que es otro clásico de la literatura del Japón moderno. El intendente Sansho, un relato que los cinéfilos recordarán por una película de Mizoguchi y que da título a los seis relatos del libro, un texto para mí menos interesante que El barco del río Takase, que lo acompaña, auténtica obra maestra de precisión literaria: doce páginas, nada sobra, nada falta.

Reconozco que dentro de las muchas deudas que todo lector español tiene hacia una literatura como la japonesa que ha sido maltratada por demenciales traducciones, hay una que llevo muchos meses sin poder pagar. Recordaré mientras viva un libro único, una novela que durante semanas me tuvo suspenso ante la idea de escribir sobre ella o dejarla pasar, porque me superaba todo cuanto pudiera relatar a unos lectores que habrían de quedarse perplejos. Porque todo artículo, como decimos en el gremio, necesita su percha y aquel libro no tenía ninguna. Se titula Naufragios y lo había publicado una editorial de la que apenas sé nada salvo lo fundamental, que se llama Marbot y produce libros magníficos. El autor Akira Yoshimura del que tampoco conocía nada fuera de su suicidio en el 2006, cuando se desconectó la sonda para dejarse morir. Hay libros que son adictivos, que uno no puede dejar mientras no esté saciado y terminada la dosis. No me atreví a escribir sobre él porque su dureza, su aplastante manera de contar, su sencilla brutalidad, me dejaron tan anonadado que no osé dedicarle ni una línea.

Y ahora lo lamento porque hubiera sido una pista, como una introducción a un mundo literario que nosotros, el común de los lectores, conocemos desde muy afuera y desde muy lejos. Como el pez que le habla a un pájaro. Pero así estamos, mirándonos. Ese hombre que escribe su autobiografía literaria, me refiero a Natsume Soseki y a Las hierbas del camino, cuya lectura es como el viaje improvisado a otra galaxia literaria, ajena a todo lo que conocemos, desde Galdós a los productos novelísticos Zara, nos plantea algo que cualquier lector debería afrontar: por qué y para qué leemos. ¿Cuántos años llevamos sin hacernos esa pregunta tan vieja como Sartre, otro mundo, periclitado ya tras tanto recorte y tanto cambio de paradigmas?

Un hombre casado, en un entorno común, con una vida mediocre y una frustración de boxeador derrotado, forma parte de la literatura mundial desde hace muchas décadas; los norteamericanos lo convirtieron en un género después de Sinclair Lewis y Babbitt. La derrota íntima de la mediocridad que construyó Arthur Miller en su Muerte de un viajante. Pero esto es otra cosa, es la sensación de una quiebra más profunda, porque la distancia geográfica y cultural quizá la abisma aún más, en la que un hombre, escritor por más señas, egocéntrico y paranoico, como es norma, afronta la derrota, no de la literatura, que es obvio, sino de la vida. Quizá de haber sido yo un tipo lógico y equilibrado hubiera empezado por ahí, por la diferencia entre los libros, las novelas, la prosa corn flakes que sólo puede tomarse con leche caliente, y la literatura. Cosas distintas.

Natsume Soseki será un fracaso vital que guarda el secreto de su futuro. A su muerte será grande; ni a él, un escéptico, le cabe duda. “La gente –escribe en este libro de obligado cumplimiento– en realidad no cambia tanto, sólo empeora”. Ningún exceso, tan sólo se trata de un escritor “que se consumía en su soledad” y que tenía muy claro que “no hay prácticamente nada en la vida que se pueda dar por resuelto. Las cosas que han sucedido una vez, seguirán sucediendo, aunque vengan con un disfraz distinto”. Quizá por eso la modestia de las pequeñas librerías, sin Zara ni montones de libros devaluados, sobrevivirá a la zozobra. Nunca salieron de ella, como la literatura.

Gregorio Morán

La Vanguardia (14.07.2012)

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