Desde que empezó la crisis, la tensión entre las agencias calificadoras de riesgo y la clase política europea ha ido en aumento. Y los gobiernos de muchos países del viejo continente se han aplicado con denuedo a la tarea de socavar la reputación de estas empresas, alegando que, en el pasado, se equivocaron al no advertir los riesgos económicos que desembocaron en el crash financiero de 2007, y que, ahora, cometen un nuevo error al exagerar el riesgo de solvencia de muchos estados europeos. En este argumento se reproduce el habitual esquema con el que se generan las falacias en política: partir de una gran verdad para terminar en una miserable mentira. Por que si bien es cierto que las agencias de calificación pecaron de exceso de confianza antes de 2007 y, después, se han vuelto intransigentes, insinuar que ello es producto de una conspiración pone de relieve hasta qué punto los máximos mandatarios europeos han perdido los papeles. El actual “exceso de celo” de estas agencias no obedece a ningún oscuro designio sino al lógico movimiento pendular – es decir, ir de un extremo al otro – de quien, una vez escaldado, decide pecar por exceso y no por defecto.
A todas luces, la cólera de los políticos europeos no sólo no está justificada sino que es una impostura. El recurso a la teoría conspirativa – enésima vez que se incurre en ello desde que empezó la crisis – es una maniobra de distracción con la que desviar el foco de atención de los ciudadanos hacia presuntos enemigos externos. Desgraciadamente para todos nosotros, los argumentos que esgrimen estos conspiradores son ciertos. Y más allá de los desesperados intentos de consolidación fiscal, la reestructuración financiera sigue en el aire y aún no ha habido reformas estructurales que merezcan tal calificativo. Ya han transcurrido 5 años desde que comenzó la crisis. Un lustro, que se dice pronto. Tiempo más que suficiente para que, de haberse hecho lo importante, estuviéramos a estas alturas recogiendo los primeros frutos. Sin embargo, lejos de eso, seguimos cosechando tempestades.
La crisis que había detrás de la crisis
Con su actitud, los políticos europeos parecen tratar de ocultar que esta crisis no es cosa de un día sino que ha estado macerándose bastante tiempo. El crash financiero de 2007, lejos de ser el origen de esta pesadilla – más bien es una de sus consecuencias –, lo que hizo fue aflorar, en toda su dimensión, los graves problemas que llevaban años gestándose.
Para Europa, las cosas empezaron a marchar mal en el mismo momento en que su clase media dejó de crecer y empezó a menguar. Este cambio de tendencia fue exacerbado precisamente por los políticos, que, al emplearse a fondo y aplicar medidas cada vez más intrusivas y equivocadas, agravaron los problemas que pretendían resolver. En este sentido, cabe destacar el abaratamiento del precio del dinero (socialización del crédito) y la imparable expansión de las administraciones públicas, su labor de desincentivación y su pujante papel como prestadoras de bienes y servicios en competencia desleal y directa con el sector privado. Todo ello hizo que, de forma lenta pero segura, la clase media retrocediera sobre sus pasos. Y cuando la tasa anual de variación positiva de la renta disponible de los ciudadanos en general, y de la clase media en particular, empezó a desplomarse (en España ya en 2004 se estimaba que la renta familiar de la mitad de los españoles se situaba por debajo de los 11.000 euros), se recurrió a estimular el consumo y el endeudamiento propagando una engañosa sensación de riqueza y, también, de seguridad, al amparo de una costosa red llamada Estado de bienestar que los políticos habían ido tejiendo alrededor de los ciudadanos. Era sólo una cuestión de tiempo que la diferencia entre la riqueza real y la riqueza aparente terminara por rebasar todas las líneas rojas, y que la tensión entre ambas hiciera saltar por los aires la ilusión colectiva de habitar un mundo feliz.
En España, ya en 2005 la tasa de pobreza y riesgo de exclusión social para los ciudadanos comprendidos entre los 16 y 61 años de edad (aquellos que están en edad de trabajar; es decir, los más productivos) se situaba en el 21,1%. Sin embargo, el modelo no se cambió, de tal forma que en 2011 esa cifra había ascendido al 27% y sigue aumentando de forma imparable. Desde los años 80 del siglo XX hasta hoy, la proporción de población que pertenece a la clase media no ha dejado de disminuir (58% frente al 43% en 2009). En la actualidad, a falta de estadísticas que lo corroboren, es seguro que no alcance el 40% ya que, según el último Informe de Trabajo y Pensiones de la Agencia Tributaria, el 60% de los trabajadores españoles cobraba al mes 1.000 euros o menos. Estas estadísticas, y otras muchas, ponen en evidencia que nuestros problemas vienen de lejos. Los datos son incontestables, y demuestran que nuestra situación no es fruto de una conspiración sino el resultado de aplicar políticas equivocadas, fiadas a intereses particulares y a la compra del voto ciudadano. A pesar de todo, la clase política europea se resiste a romper con el pasado y persiste en el error, poniendo en grave riesgo no sólo la supervivencia del euro sino el futuro de cientos de millones de europeos.
Primero las personas, después los tecnócratas
Durante mucho tiempo, el progreso económico de Europa, y también el de España, ha estado íntimamente ligado al surgimiento y proliferación de la clase media. Y es lógico deducir que su desaparición definitiva supondría el fin de cualquier posibilidad de prosperidad futura. No es preciso ser muy brillante, basta con el mínimo sentido común, para entender que la clase media es parte vital de la economía de cualquier país desarrollado. Es la que genera la mayor parte de los trabajos productivos, pues no vive de las rentas del capital sino de su esfuerzo e iniciativa, y, también, es el principal pilar de los Estados como fuente de ingresos vía impuestos. Así pues, si la clase media, en vez de regenerarse y crecer, sigue extinguiéndose, será imposible volver al crecimiento estable y sostenido de nuestras economías. Pese a la evidencia, parece que los europeos hemos aceptado la pérdida de estatus como algo inevitable. Y de ningún modo podemos dar por bueno que esta tendencia hacia el empobrecimiento colectivo sea un proceso sin solución. No tiene por qué ser así y no debe ser así. ¿Cuántas cumbres necesitan los políticos europeos para darse cuenta que sanear el sistema financiero y reducir el endeudamiento de los estados, aún siendo condición necesaria, no servirá de nada si no se hacen las reformas capaces de despejar el camino y poner en marcha a la parte más pujante y productiva de nuestras sociedades? Hay cuestiones que, por obvias, no necesitan discusión. La única opción para salir de esta crisis es salvar a la clase media. Porque si a estas alturas hay alguna certidumbre, ésta es que sin clase media no hay solución.
Twitter: @BenegasJ
Javier Benegas
vozpópuli (22.01.2012)
Sé el primero en comentar en «¡Es la clase media, idiotas!»