Elogio del Estado de derecho

MontesquieuSi bien no toda coacción proporciona libertad, es legítima la fuerza coactiva necesaria para que la libertad exista

«Cuando se incumple la ley, se vulnera la libertad de las personas». Esta frase encierra el núcleo fundamental del Estado de derecho. Hoy en día, con demasiada frecuencia, muchos cargos públicos y muchos ciudadanos incumplen la ley y dicen defender la libertad. Un grave error, algo imposible en un Estado democrático de derecho como el nuestro.

En efecto, la más importante innovación que aporta el Estado de derecho, concebido en los siglos XVII y XVIII por los filósofos racionalistas, es que logra conciliar tres conceptos que hasta entonces parecían antagónicos: libertad, derecho y Estado. Hasta entonces, para muchos, la libertad era el derecho a hacer todo lo que a uno le diera la gana. Como ello generaba violencia y enfrentamiento entre personas, había que limitar la libertad. El encargado de limitarla era el monarca, el rey, dotado de la fuerza necesaria para imponer su ley natural que hacía derivar de la voluntad de Dios.

Por tanto, este monarca –el equivalente del Estado de hoy– imponía unas reglas –un derecho– que mediante la coacción –la fuerza física– negaban esta libertad personal: lo único permitido era cumplir la voluntad del rey, que amparaba su autoridad en la voluntad de Dios. El rey negaba la libertad de los individuos ya que esta dependía de su libre voluntad. El único ser libre era, pues, el rey, el soberano, que detentaba un poder absoluto sobre todos los hombres. Así pues, el poder político, el monarca, el Estado en definitiva, eran incompatibles con la libertad de las personas y el derecho no era otra cosa que la libre voluntad del rey. Libertad de las personas, derecho y Estado eran, pues, conceptos incompatibles.

Los teóricos de las ideas liberales y democráticas llevaron a cabo una subversión total de estos términos. De entrada, sostuvieron que la libertad individual no es el derecho a hacer todo lo que nos da la gana sino, como dijo Montesquieu, «el derecho a hacer todo aquello que las leyes permiten». Ahora bien, no toda ley concede libertad sino que sólo son legítimas, es decir, sólo deben ser obedecidas, aquellas leyes que son el producto de la voluntad de los ciudadanos. En este punto, Rousseau completa la idea de Montesquieu al sostener: «La libertad es la obediencia a la ley que uno mismo se ha prescrito».

En otras palabras, las únicas leyes que conceden libertad en un Estado de derecho son aquellas en las que han participado todos los hombres en un plano de igualdad. Por ello, los únicos parlamentos que dictan leyes que deben ser obedecidas –leyes legítimas- son aquellos que han sido elegidos mediante el voto libre e igual de ciudadanos libres e iguales en derechos. Estas leyes son las de obligado cumplimiento para todos.

Y ahí radica una de las claves de este tipo de Estado: si todos están sometidos a la ley, por supuesto legítima, ello incluye también a los poderes públicos. Así pues, el soberano ya no es el rey, ni tampoco el Estado, sino sólo el pueblo, el conjunto de ciudadanos libres que expresan su voluntad creando derecho. Sólo el derecho, por tanto, puede establecer límites a libertad del individuo y el fundamento de estos límites está, precisamente, en los llamados derechos fundamentales.

¿Cómo puede entenderse que negar libertad a las personas, es decir, coaccionarlas, se fundamente en los derechos fundamentales, aquellos que, precisamente, conceden libertad? Distingamos.

No todo poder de coacción en manos del Estado es legítimo sino solamente aquel que se justifica en la protección de los derechos de los demás. Kant lo expresó así: «Si el ejercicio de la libertad por parte de un individuo es un obstáculo para la libertad de otro, la coacción que se le opone, en tanto que obstáculo a quién impide la libertad, coincide con la libertad».

Los anglosajones tienen un aforismo que permite entenderlo de forma aún más clara: «La libertad de mi puño acaba donde empieza la nariz de la persona que tengo enfrente». Es decir, el límite de mi libertad se halla donde comienza la libertad del otro. En consecuencia, en defensa de la libertad de este otro, es legítima la fuerza necesaria para frenar el puño dirigido a romper una nariz dado que ya que sirve para proteger su derecho a la integridad física. O, con otro ejemplo, es legítimo el porrazo de un policía que persigue a un ladrón para restituir a su dueño la cartera robada. Es en esta medida que, si bien en sentido no jurídico se ejerce coacción, esta coacción no es otra cosa, desde el punto de vista jurídico, que libertad.

Por tanto, si bien no toda coacción proporciona libertad, es legítima la fuerza coactiva necesaria para que la libertad exista: se trata de la fuerza que se ejerce ante una determinada persona para impedir que vulnere los derechos de otra. En tanto que esta coacción está autorizada por la ley y es ejercida por los órganos estatales, el derecho, el Estado y la libertad, no solamente no son incompatibles entre ellos, sino que se identifican: la igual libertad de todos es, así, el contenido mismo del Estado de derecho, su objetivo único. Defender la ley es defender la libertad.

Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

La Vanguardia (22.12.2011)

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