Debates confusos

Felipe GonzálezLa estabilidad presupuestaria es necesaria para un crecimiento sostenido, por lo que es bueno que figure en la Constitución. Este es el primero de una serie de artículos del expresidente sobre el futuro de Europa

El disparate es el pretendido déficit cero. Una muestra de radicalismo ideológico

Obligarnos con una reforma de la Carta Magna significa reconocer un cierto fracaso

Todo se mezcla en una cacofonía incomprensible para los ciudadanos! Exigencias de los «mercados», sin identificar quiénes son; exigencias de la Unión Europea, de Bruselas, de Alemania y Francia; respuestas de líderes europeos como galgos que corren detrás de una liebre mecánica que siempre se les escapa.

¿Qué pasa en Europa? ¿Qué nos pasa a nosotros? ¿Necesitamos estabilidad presupuestaria? ¿La necesita la Unión Europea? Todo en medio de esta crisis civilizatoria que está cambiando, a velocidad de vértigo, la economía y las relaciones de poder en el planeta. Y con ello nuestra forma de vida.

Pero, después de cuatro años de la implosión del sistema financiero de Estados Unidos y de la Unión Europea, con las consecuencias de recesión y paro, seguimos sin ver la emergencia que vivimos, o la vemos compulsivamente, como respuesta precipitada e incompleta ante cada «tirón» de la liebre mecánica que imaginaban que esta vez íbamos a atrapar, pero se nos escapa…, y ¡cada vez se agotan más los galgos!

La estabilidad presupuestaria es una condición necesaria para garantizar, a medio y largo plazo, un crecimiento económico sostenido. Los desequilibrios permanentes, con déficits estructurales y deudas acumuladas que se hacen impagables, arruinan las perspectivas de crecimiento y merman la confianza de todos los actores. La consecuencia es inexorable: no se pueden mantener las políticas de cohesión social que definen nuestro modelo. No es, o no debe ser, un problema ideológico, sino de sentido común y de responsabilidad de los gobernantes.

El disparate es el pretendido déficit cero. Una muestra de radicalismo ideológico, que no permite margen de maniobra ante los ciclos económicos. Una receta de teóricos fundamentalistas que, a veces, ocupan responsabilidades políticas para desgracia de todos, impidiendo una actuación política para contrarrestar las consecuencias de una contracción económica.

En América Latina, Chile lleva más de dos décadas trabajando con la premisa de limitar los déficits estructurales. Nadie duda, más allá de las revueltas de hoy, que ha sido el país más exitoso de la región y que sigue siendo el que más confianza interna y externa produce para quienes tienen que decidir inversiones productivas, generadoras de empleo. Está claro que, como a todos, les quedan muchas cosas por hacer, entre las que la redistribución del excedente para conseguir mayor cohesión social es una de las importantes.

Esta es una crisis de cambio civilizatorio, de gran calado histórico. Estamos viviendo la transición entre el dominio de un Occidente hegemónico durante siglos hacia un Oriente en desarrollo rápido; de los países centrales pero endeudados hasta las cejas y los emergentes que producen y ahorran lo que los primeros deben; de las economías industriales dominantes de los mercados mundiales que imponían precios de materias primas y de manufacturas hacia economías en desarrollo que reciben las inversiones que se deslocalizan de los anteriores; de una economía basada en la industria hasta otra basada en el conocimiento que está alterando las fronteras del desarrollo y crea nuevos espacios, y distintos, para competir con éxito en la economía global.

En este proceso, las respuestas de nuestros países para garantizar nuestra recuperación y nuestra inserción en el nuevo escenario global tienen que respetar, como condición necesaria, una macroeconomía sana, capaz de controlar los déficits excesivos y la acumulación de la deuda. Capaz de aprovechar los ciclos de bonanza para utilizar el margen de maniobra acumulado en los momentos de crisis. Ese es el objetivo de la estabilidad presupuestaria. Lógicamente no es lo único que hay que hacer, pero es imprescindible que se haga.

Por eso es bueno que haya un acuerdo que obligue a todos sobre la estabilidad presupuestaria en el medio y el largo plazo. Y el mecanismo más contundente para obligar a tirios y troyanos es que figure en la Constitución. Pero obligarnos a nosotros mismos con una reforma de la Carta Magna no deja de ser el reconocimiento de un cierto fracaso. Existen otros instrumentos legales para hacerlo, pero dudamos de nuestra voluntad colectiva para respetarlos y aplicarlos.

El ruido de fondo -primas de riesgo, acoso de especuladores, elecciones a la vista, descontento social ante la crisis- no debe ocultarnos que la propuesta es buena. El acuerdo es positivo para España, por eso sería deseable que se sumaran otras fuerzas políticas para que el consenso fuera significativo en la España plural, pero a la vez diversa que somos.

Y ahora, si no tenemos en cuenta esos ruidos que confunden el debate, es posible, porque la propuesta nada tiene que ver con el sectario «déficit cero». La intervención de Rubalcaba lo ha hecho posible en los términos en que está redactado. Cualquier ciudadano preocupado por la salida de esta larga y dura crisis debería apreciarlo, como yo lo hago.

Queda claro, por tanto, que sin reforma constitucional también se podría haber hecho, pero que esta reforma -al estilo de las Enmiendas de la Constitución Americana- con un propósito concreto vale para asegurarnos la voluntad que nos falta. No está prevista la fórmula del referéndum para este tipo de reformas. Es doblemente lógico: no afecta a ningún elemento sustancial de la Carta Magna, ni es razonable que se traslade a los ciudadanos la decisión de si podemos tener deudas excesivas como consecuencias de déficits estructurales incontrolados e incontrolables.

Para los ciudadanos que se inquietan por los «límites» a las políticas sociales, hay que explicarles, claramente, que el mayor límite está en el endeudamiento excesivo, que nos obliga a destinar al servicio de la deuda el dinero que necesitamos para educación y salud para todos.

Pero no lo relacionemos con los problemas de coyuntura, por graves que sean, porque va más allá de estos. Y felicitémonos porque el PP ha hecho un gesto importante, el primero y único, para ayudar en esta grave crisis que atravesamos. Es lógico que traten de apuntárselo, pero la propuesta se parece poco a la producción ideológica de la FAES que los domina, con sus propuestas de déficit cero, como alumnos aventajados del Tea Party.

No solo hay que aplicarlo en España, sino hacerlo extensible a la Unión Europea en general y a la zona euro en particular. Pero esta condición necesaria no será suficiente para garantizar la gobernanza económica que está fallando -en Europa y en Estados Unidos-. Tenemos que superar ese papel de apagafuegos agónico en que se está convirtiendo la Unión Europea.

Conceptualmente nadie discute ya que en un mercado interior sin fronteras y con una sola moneda hay que coordinar las políticas económicas y fiscales de los países miembros. No se puede perder más tiempo, ni retrasar inútilmente instrumentos necesarios como el «bono europeo» antes de que se desangre país a país la zona euro y arrastre hacia su caída toda la construcción europea.

En España tenemos que acabar con el inconsistente argumento de que nos obligan los mercados, o de que obedecemos a Bruselas o a la presión de Francia y Alemania. Es verdad que estos deberían cuidar las formas y los contenidos y, de paso, cumplir ellos mismos el Pacto de Estabilidad. Pero es más verdad que en la Unión nadie obliga a nadie, pero todos, reunidos en Consejo, pueden y deben obligarse a cumplir los compromisos de gobernanza europea, con penalizaciones para quienes no lo hagan, sin excepciones.

Felipe González fue presidente del Gobierno español de 1982 a 1996.

El País (30.08.2011)

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