A veces se olvida que la propia dignidad implica asumir la libertad de los otros
En tiempo de inseguridad, cuando un sistema de poder se cuartea, las reacciones de quienes representan de un modo u otro ese poder tienden a sustituir la dignidad por la prepotencia. En el lenguaje vulgar es lo que significaría la expresión clásica: «¡Usted no sabe con quién está hablando!». El principio de igualdad ante la norma propio de la democracia se ve reemplazado por un ejercicio impropio de la jerarquía, con lo cual quien de ese modo afirma su superioridad destruye la dignitas de que previamente pudiera estar revestido. Tal y como nos recuerda Adcock respecto de la República romana, «la dignitas del grande no negaba, o no debía negar, la libertas del pequeño».
Tres episodios, en principio muy distantes entre sí, han reflejado en fecha reciente esa inclinación censurable a olvidar que la propia dignidad implica asumir la libertad de los otros. Nos referimos a la reacción del presidente del Tribunal Constitucional ante las críticas recibidas por la sentencia Bildu, a la del director de la Academia de la Historia ante otras críticas, las suscitadas por el Diccionario Biográfico, y, en fin, a las dos conocidas patas de banco con que en sendas situaciones de acoso light se manifestaron dos personajes de la familia real.
La polvareda que ha envuelto a la Academia de la Historia por el tufo ultramontano de algunas biografías de su Diccionario, fue acogida con desdén e irritación por su director, quien, por otra parte, no es un figurón, sino uno de los grandes historiadores en la España del siglo XX. Lo absurdo es, por un lado, el reflejo autoritario que le lleva a perder el sentido de fina ironía que le caracterizara y a falsear la personalidad política del franquista Luis Suárez, a su juicio un «liberal», de hecho director general de Universidades con aquel ministro Julio Rodríguez que, en 1973, hasta la muerte de Carrero, emprendió la purga de profesores más brutal desde los años cuarenta. Por otra parte, Anes debiera haber agradecido que las críticas recordasen a la Academia su finalidad inicial de restaurar «la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia». Y para ello no había otro medio que revisar cuidadosamente sus propias producciones. La RAH está justamente por ello hoy en entredicho.
Otro tanto sucede con las recientes actuaciones del Rey y del Príncipe heredero en sendos escenarios incómodos. La reacción del Monarca tuvo lugar en clave borbónica, con ese casticismo que se transmite por herencia: lo del «pino en la barriga» puede ser y es injusto, ya que nadie como Juan Carlos I ha sido respetado tanto por la prensa en el último siglo. Pero sería irrelevante, de no ser seguido por la voluntad de limitar el espacio informativo. Lo es menos la reacción de don Felipe ante la joven republicana de Pamplona. Después de mostrar una saludable voluntad de diálogo, el Príncipe lo clausuró de acuerdo con otras raíces, nada castizas, usando palabras que sugerían la voluntad de humillar a su interlocutora. Así que esta no tuvo «su minuto de gloria», sino que ante todo nos permitió confirmar que la democracia no es solo un conjunto de instituciones, sino un sistema de valores donde el respeto de la dignidad a la libertad resulta básico. Recordemos las palabras del sacerdote en referencia al Tamino de La flauta mágica: «Antes que un príncipe, es un hombre».
La reacción del magistrado Pascual Sala reviste una importancia superior, porque constituye un triste ejemplo del desajuste existente entre una institución y la realidad sobre la cual establece sus actuaciones. De entrada, la carne tendría que habérsele puesto de gallina, a él y a su predecesora, ante el hecho lamentable de que el Constitucional ha venido siendo una esponja donde todo se filtra y todo se sabe. En el interminable debate sobre el Estatuto de Cataluña, las posiciones de los dos equipos, «progresistas» y «conservadores», eran puntualmente filtradas para regresar sobre el Tribunal a modo de bumerán, una vez agitada a voluntad la opinión pública. El efecto antiestatal suscitado en la ciudadanía catalana no pudo ser más catastrófico. Sin olvidar el descrédito recaído sobre el juez Aragón, quien entonces y ahora mantuvo su independencia y se convirtió en el irreductible, traidor a su bando. No le preocuparon tampoco al juez Sala las declaraciones del diputado Madina y sobre todo del peneuvista Urkullu, al declarar este el éxito de su presión indirecta sobre la sentencia. Deberemos aceptar que la mayoría del TC no se enterara de la circular de Batasuna que en enero explicaba de antemano la táctica a seguir (más su satisfacción con ETA), ni de las declaraciones de Bildu ante el tiroteo etarra de Francia, y que para rematar estableciera la distinción entre Batasuna ilegal y la izquierda abertzale, «corriente» que por un toque mágico actúa al unísono al establecer las candidaturas, legal.
La consecuencia es clara: más allá de los problemas de renovación, es la institución misma lo que se representa hoy cuestión de Estado, una vez que ha provocado otra cuestión de Estado, de mucha mayor gravedad y difícil resolución.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
El País (17.06.2011)
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