Las urnas marcaban una radiografía política de Suecia que ya no tenía nada que ver con lo evocado tantas veces
Apenas si han pasado un par de domingos desde el 19 de septiembre, que sonó como un gong. Para muchos será una excentricidad, algo exótico, afirmar que las elecciones en lugar tan distante como Suecia puedan producirte algo parecido a una parálisis; la sensación de que un mundo se daba por clausurado. Y ese desasosiego, que ni es el primero ni será el último, venía a cerrar algún ventanal de la memoria que aún quedaba espléndido, casi intocable quizá por la lejanía y la ignorancia.
Suecia acababa de cerrar sus urnas ese domingo de septiembre y todo lo que era un viejo mundo, hecho de solidaridades y complicidades, se declaraba políticamente concluso. Las urnas del 19 de septiembre marcaban una radiografía política de Suecia que ya no tenía nada que ver con aquello que había evocado tantas veces. Un recuerdo que el tiempo había ido corrigiendo hasta convertirlo en mi huella más querida.
Aterricé en Estocolmo una mañana de otoño de 1968. Había montado en París y era la primera vez que subía a un avión, y me quedé de tal modo fascinado por la comodidad y las atenciones, y hasta los escasos pasajeros, que pensé que la cosa debía de ser siempre así.
No tardé en saber que viajaba en la excepcional primera clase de entonces y que iba como invitado a una reunión del Congreso Mundial de la Paz, organización de la que yo desconocía a la sazón absolutamente todo. Llevaba un pasaporte de la factoría de falsos que hacía con mano maestra Domingo Malagón, me apellidaba López y tenía 21 años.
Yo venía de Madrid, en aquellos viajes indescriptibles con parada en Hendaya, tras el obligado paso de frontera a pie, arrastrando los bultos durante un trecho hasta llegar a un galpón desolado donde unos guardias civiles, que parecían salidos de un chiquero – groseros hasta la ofensa, impunes en su arrogancia de desertores del arado-, nos hacían abrir las maletas y mantenerlas bien abiertas hasta que se dignaran meter la mano entre la ropa. Mientras, tú ponías cara de circunstancias, no se fueran a enfadar y perdías el tren a París, o quizá algo más. Hice tantas veces ese viaje que lo recuerdo como una pesadilla.
Salir de España en tren, con obligado cambio de vagones y vías y policías, era como un aprendizaje; para la rebelión o para la sumisión. Y aterrizar en Estocolmo. El primer gesto de quienes me recogieron en el aeropuerto fue ponerme el cinturón de seguridad, nada más montar en el coche. Nunca a nadie, ni en París, ni mucho menos en Madrid, le había visto ajustarse el cinturón de seguridad, y me acuerdo del gesto, acompañado de una sonrisa, como disculpándose del rigorismo sueco, aquí es obligatorio.Y las casas, con aquel frío ya casi invernal, tan cálidas, con doble puerta y doble ventana, algo que me dejó estupefacto. Me acuerdo también de las discusiones. ¡Qué cómodo era debatir en Estocolmo! Nadie ponía música de fondo y bien alta, como hacíamos en Madrid, para que los vecinos no pudieran escucharnos y evitar las denuncias. Hasta vísperas de la transición yo siempre discutí con horrorosas músicas de fondo. A veces pienso que algunos de nosotros debíamos de vivir en otro país, irreconocible ahora por nuestros cronistas oficiales.
Yo llegué a Suecia para asistir a una reunión del Congreso Mundial de la Paz, donde el predominio de soviéticos y prosoviéticos era manifiesto. Tardé varios años en entender qué hacía yo allí y por qué me mandaron. Hacer no hice nada que tuviera alguna importancia, fuera de conocer a Noam Chomsky – le di la mano- y discutir de literatura y política con dos profesores españoles comunistas en Suecia – Francisco Uriz y su mujer, Marina-, que eran de una amabilidad y una sencillez que convirtieron aquel viaje en algo tan inolvidable como los buenos sueños. Nunca los volvería a ver. Su casa, sencilla, como otros domicilios suecos que conocí entonces, no tenía nada que ver con las nuestras. Eran espaciosas, escasas de muebles, sobrias de decorado, y sobre todo aisladas. Ningún ruido exterior, ninguna molestia vecinal. Oasis de civilización habitable.
Una civilización que contrastaba con nosotros, los tres delegados españoles en aquella reunión del Congreso de la Paz. El primero era una institución en su sentido más genuino, porque no servía para nada más que para exhibirle. Se llamaba Enrique Líster, aunque le gustaba que le llamaran el General. Hablaba lento, según ese modelo que al parecer impuso Stalin, y tardaba muchísimo en terminar sus frases, inclinación en la que inevitablemente había de pesar el alcohol y su desmedida obesidad. Su cuello tenía una forma parecida a la iguana, en el que se enseñoreaba una nuez inmensa, donde el interlocutor concentraba inevitablemente la mirada, como pensando ¿hablará o se ahogará?
Aún le recuerdo dominando el salón gentil y luminoso que era la casa de los Uriz. Porque Estocolmo me pareció una ciudad llena de luz, donde la gente se paraba y miraba al cielo, si aparecía un leve rayo de sol, y se quedaban quietos como plantas, y durante tanto tiempo que yo me pasmaba de verlos, tan tranquilos, soleándose vestidos. Nosotros estábamos formados por otra pasta, y más aún Enrique Líster, que les miraba con sus ojos chiquitos entre sus cejas boscosas, «¡estos socialdemócratas!». Y opinaba de todo, de la Guerra Civil por supuesto, pero también de política internacional y hasta de literatura, sin tener ni zorra idea de nada. Un listo, perillán y superviviente de una época donde salir con vida exigía comportarse como canallas. El otro era un personaje de novela de Le Carré, gris y amable, que respondía al nombre de Domínguez, y que al parecer residía en Bruselas. Pasaba por pintor, y era tan discreto que aún hoy no sé nada de él; se le notaba viajado y jamás hacía preguntas, ni las respondía. Donde estaba Líster, él era el centro, hablase de lo que se hablase, y eso exigía un tiempo larguísimo de escucha hasta que terminara sus frases, que salían en bloques de vocablos, con muchos puntos suspensivos, hasta llegar al final, que siempre resultaba decepcionante. Aquella convivencia durante una semana con aquel espécimen pleistocénico, de palabra espesa y rotunda, constituía un contraste total con el mundo real. La realidad sueca se vivía, se discutía. Los líderes, Olof Palme, por ejemplo, estaban en la calle, comían a tu lado. Recuerdo una discusión sobre nuestra literatura de la Guerra Civil, donde a nuestra ansiedad de jóvenes lectores voraces respondió el general Líster con una frase que empezó como un oratorio: «La mejor novela de la Guerra Civil…». Y era para vernos a todos, pasmados – salvo posiblemente el tal Domínguez, que ya se conocía el paño – esperando aquel momento estelar, a partir del cual podríamos decir a nuestros nietos – entonces no pensábamos ni en tener hijos – que el gran Líster, el de Machado, don Antonio, y «si mi pluma valiera tu pistola», nos iba a comunicar cuál era la mejor novela sobre la Guerra Civil. Hizo una pausa larga, larguísima, para concluir: «…es Las últimas banderas, de Ángel María de Lera».
Nos quedamos perplejos. Cómo decirle a aquel patán cejudo, vanidoso y frágil que no tenía ni puta idea de literatura, por más que Ángel María de Lera fuera una buena persona y un modesto escritor. Probablemente era la única novela que con gran esfuerzo – dudo mucho que llegara a terminarla – había alcanzado a leer el general derrotado que ahora se ocupaba de la Paz Mundial.
De todo esto me he acordado al conocer que las últimas elecciones en Suecia, el pasado domingo 19 de septiembre, han supuesto la confirmación definitiva del fin de aquel mundo que yo apenas entreví. La socialdemocracia sueca ha vuelto a los resultados electorales de 1914, los conservadores seguirán gobernando, y la extrema derecha, por primera vez, ha entrado en el Parlamento con veinte diputados, gracias a la política de su líder, Jimmie Åkesson.Y con un lema muy simple: «Los extranjeros son bienvenidos en Suecia siempre que adopten los usos y costumbres del país». ¿Les suena?
Gregorio Morán
La Vanguardia (9.10.2010)
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