Me refiero a dos hombres a los que la muerte casi unió en sus necrológicas, Juan Marichal y Raimundo Pániker
Resulta difícil esquivar la relación entre el verano y la lista de fallecidos que van goteando los obituarios de los periódicos. No existe entre nosotros la tradición periodística del obituario; a lo más que llegamos es a la reescritura de las necrológicas que vomitan las agencias, o a las semblanzas entre vanidosas y patéticas de quien en un momento de supuesta gloria conoció al finado. Probablemente sea la edad, lo confieso, la que liga el verano a la muerte, porque me da la impresión de que muere más gente notable durante el estío. Quizá el invierno sea época propensa para morir los pobres; así fue durante siglos.
No es baladí nuestra incompetencia para las biografías necrológicas. Hubo incluso quien ideó un programa televisivo, cuyo solo recuerdo me produce espanto, en el que una personalidad grababa un supuestamente intenso y tétrico interrogatorio sobre su vida, para que fuera emitido tras su muerte. Sin pretenderlo, o quizá sí, habían logrado rizar el rizo de la manipulación biográfica. Acababan de crear «la mentira póstuma». El filósofo Heidegger, un personaje que unía a su talento una tortuosa manera de «ser en sí», ya había perpetrado algo similar con el semanario Der Spiegel.
Es raro encontrarse con alguien que se tome con humor y distancia su propia vida. Recuerdo al periodista Javier Ortiz, que redactó su necrológica, convirtiéndola probablemente en la pieza más sentida, aguda y brillante de su carrera periodística.
No debería sorprendernos esa carencia. Nos introduce en las peculiaridades de nuestra historia reciente. Muere Carlos Mendo y a muchos les da por recurrir a esa expresión desalmada e incomprensible – «era un periodista de raza»-;como si se tratara de perros. O a lo mejor es por eso, una especie de lapsus freudiano. ¿Acaso no es posible construir una pieza sobria, es decir, no relamida, en la que se relate cronológicamente la trayectoria de este hombre que resumía una generación periodística del franquismo, la que había pasado sucesivamente del fascismo al reaccionarismo y de aquí al conservadurismo, donde se había plantado, convencido de que la época, es decir, nuestro hoy, le daba la razón?
Y si el asunto es llamativo en el caso de Carlos Mendo, veterano del gremio periodístico del viejo régimen, al que sirvió con largueza y eficacia en la persona de Manuel Fraga Iribarne, y que se vio un tanto descolocado en el nuevo ante el empaque y la ambición de los aspirantes, ¿qué habríamos de decir de dos figuras de fuste en nuestra vida intelectual, a las que el tiempo y en parte su voluntad habían marginado pero que alcanzaron a ser luminarias en años nada fáciles? Me estoy refiriendo a dos hombres ubicados en diferente lado de la barricada y a los que la muerte casi unió en sus necrológicas, Juan Marichal y Raimundo Pániker. Apenas cuatro años en edad les separaron y por muy diferentes razones conformaron dos mundos ideológicos.
Habían sido grandes promesas en los años cincuenta, incluso Pániker, el mayor, ya despuntaba en los cuarenta como el más sabio de los curas del Opus Dei, auténtico martillo de herejes en su primera intervención en el Congreso Internacional de Filosofía de Amsterdam de 1948, cuando representó a la España nacionalcatólica con 30 años recién cumplidos, en ingrata compañía de teólogos tridentinos, civiles inquisitoriales y un catedrático ex nazi, Javier G. Conde, creador de la «teoría del caudillaje». Así era entonces nuestro mundo académico. No habría espacio en este artículo para relatar las hazañas, en el acotado territorio de la «filosofía perenne», de aquel sacerdote brillante y políglota en un horizonte chato y filisteo, donde el latín aún seguía siendo su lingua franca.
El halo de Raimundo Pániker como pensador de futuro en el seno del Opus Dei, orientador de la filosofía académica española, duró hasta los años sesenta, en los que se pierde para la obra de monseñor Escribá de Balaguer, da un vuelco a su vida y a su reflexión, y vuelve a España tan cambiado que hasta corregirá su nombre. Pasará a ser Raimon Panikkar. Será ya otra historia, pero la anterior tiene su importancia, porque sin él, y otros como él, la ofensiva contra Ortega y Gasset y el laicismo en la filosofía española no hubiera tenido ni la virulencia ni el cariz que tomó en aquellos años del erial bendito.
Juan Marichal partió y creció y se desarrolló en el otro lado de la barricada. El republicanismo de izquierda. Yo no creo que fuera un intelectual importante por la densidad de su reflexión ni por la brillantez de sus escritos, pero tenía a su favor haber estado rodeado de gente de fuste, ser educado – lo cual se traduce en saber escuchar-y recoger una cierta corriente de pensamiento, liberal y socialista, lo que unido a su condición de buena persona, según aseguran con rara unanimidad quienes le trataron, determinó que hiciera una carrera académica brillante en el exilio norteamericano y mexicano, y que luego se le cerraran todas las puertas de la universidad española. Al competidor, sea listo o zafio, ni pan. Lo contaba, no sin rubor, el historiador ÁngelViñas, en un sentido artículo necrológico. Los esfuerzos por reintegrarle en la vida académica española, aunque fuera por una trampilla episódica y humillante, se saldaron con el más inequívoco de los rechazos. Ningún rector de la época quiso asumir el peso de Juan Marichal. Además, ¿qué había hecho? Trabajar sobre Manuel Azaña y defender a don Juan Negrín; los innombrables durante los años del cólera.
Tampoco tuvo mejor suerte con las instituciones socialistas. Los aspirantes no perdonan a los veteranos. ¿Cómo podía competir un tipo que venía de Harvard y que había trabajado con Américo Castro, frente a ellos, que en el mejor de los casos eran discípulos de Tierno Galván o Aranguren, a quienes Marichal había echado una mano para sacarlos del erial y desasnarlos, literalmente, decía José Luis? Recuerdo a Marichal durante una conferencia magistral; fue una escena brutal y conmovedora. Sucedió en el gran salón de actos de la Residencia de Estudiantes madrileña, con lleno absoluto de la inteligencia socialista que entonces gobernaba y era tan numerosa que desbordaba la sala. Ocupaba las primeras filas Alfonso Guerra, oficiando rodeado de edecanes; si la memoria no me falla, entre ellos el ministro de Cultura (Solanita entonces, para los amigos).
Me afectó mucho aquella sesión. Habló y extensamente Juan Marichal sobre Ortega y Gasset. Se expresaba con brillantez, pero era una manipulación tan descarada de la figura de Ortega que causaba rubor. Ante los nuevos gobernantes socialistas les explicaba que don José había sido un socialista de cuerpo entero. Estaban babeantes de felicidad. Aún hoy al recordarlo, siento vergüenza ajena. No era necesario aquel ejercicio de humillación intelectual. No le sirvió de nada. Me imagino que el apuntador – ¿Guerra?, ¿Solanita?-debió de advertir a sus secretarios para que le mandaran un tarjetón, felicitándole. No duró mucho en España, enseguida volvió a América, a México, donde murió este verano. Ahora, si alguien se tomara en serio los obituarios de los periódicos, hubiera dado en pensar que se nos iba una figura ensalzada y respetada por todos los que cortan el bacalao de la cultura oficial. Nada de eso. Era el culpable de que hubiéramos leído por primera vez a Manuel Azaña, en cuatro sólidos volúmenes prologados por él. Hubiera bastado eso para considerarle un peligro. Sin señalar este tipo de cosas en su necrológica será imposible que la gente pueda entender algo de aquella época.
O seguimos la estela biográfica que vivieron aquellos hombres, intelectuales respetables, llámense Raimon Pániker o Juan Marichal, o corremos el riesgo de que todo sea un cuento oriental narrado por avispados occidentales. Una historia que se limita a justificar lo último que sabemos del muerto, o lo que al muerto más ilusión le haría que nosotros supiéramos. No me canso de repetirlo. Nuestro presente resulta previsible, pero el pasado no hace más que cambiar. Es irreconocible.
Gregorio Morán
La Vanguardia (4.09.2010)
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