Reacciones sentecia TC (1)

tcEstimados contertulios: Durante los días en que he estado desconectado de mi correspondencia ideológica (de ideas políticas), acaparado por otras correspondencias, he estado, no obstante, pendiente del fallo del T. C. y de las reaccione habidas, pero, significativamente, no he padecido ningún estado de zozobra. Hace unos años, me hubiese sentido abrumado, y posiblemente acosado, por la situación. Ahora, me siento lo suficientemente, alejado y liberado del círculo perverso de los nacionalismos, como los denominaba Ignatieff, y libre de las presiones sociales del entorno (peor que el antiguo qué dirán de los pueblos), como para tomar distancia y ver la representación del esperpento político catalán (como del andaluz) sin necesidad de sentirme agredido ni reclamado a misiones ciudadanas. No es que el «problema nacional» escenificado (la «histórica cuestión catalana», etc.) me parezca menos importante para la democracia en España que hace unos años, sino que tengo entre manos otros asuntos que me parecen más importantes y, sobre todo, porque todo lo que se escenifica ahora es más de lo mismo, una repetición cada vez más esperpéntica y patética de la misma representación de siempre, una escenificación totalmente consabida y previsible, con al alevosía de que el espectáculo es cada vez más vulgar, más aburrido, más mediocre. No sé siquiera si daría para una parodia de Boadella.

Una muestra fehaciente. En La Vanguardia de esta mañana (8/7/10) los dos artículos de opinión versan sobre el mismo asunto, el fallo del TC. En uno («La Catalunya imaginaria»), comienza diciendo el autor: “Entre todas las reacciones que está suscitando la sentencia del TC sobre el Estatut, la más surrealista es la declaración del abad de Montserrat: ‘Hay que decir que la sentencia no respeta todos los derechos que el Magisterio de la Iglesia reconoce a los pueblos que son una nación’”. Caramba, caramba, con el Magisterio de la Iglesia: antes, por lo menos, esperaban a la publicación de un texto para criticarlo. La clase política ha bajado de nivel, los teólogos parece que también. Pero el movimiento nacional ya está en marcha. Algunos alcaldes se han declarado “moralmente excluidos de la Constitución”, pero sin dimitir, como sería lógico, de sus cargos. Los rectores y rectoras de universidad se han puesto una vez más al servicio incondicional del poder político, como en aquellos viejos tiempos de los gobernadores civiles del régimen. La manifestación ya está convocada: se sabe el día, el lugar, la hora, pero no el lema, ni la bandera, ni quién la encabezará (…). La confusión es, pues, notable y el espectáculo, deprimente…» (F. de Carreras).  En el otro artículo («Después de la sentencia»), de sesgo contrario, el autor empieza diciendo: «La democracia es una actitud ante la vida (Monteserrat Roig). La sostiene la sociedad y las instituciones deben expresarla en todas sus manifestaciones (….). Me encuentro entre los que pensaron que una España democrática y desarrollada despejaría para siempre su histrionismo autoritario y su carácter plurinacional. Me equivoqué (…) La sentencia significa que en España una parte de su clase política e institucional (…) ha decidido que la última palabra sobre la soberanía del pueblo la tiene le desdichado Tribunal Constitucional» (F. Mascarell).
 
Dos intelectuales catalanes con pedigrí (no advenedizos) describen bien la parodia, solo que uno, como espectador crítico, y el otro, como actor doliente… y alarmante y peligrosamente desinformado sobre los conceptos y significados en una democracia de soberanía nacional, Constitución y Tribunal Constitucional.  Cuando uno piensa en que tal confusión y analfabetismo político, así como la reducción de la democracia a una «actitud» (¡!), lo esgrime nada menos y nada más que Ferrán Mascarell, director de L´Avenç antes de ejercer altos cargos políticos, uno piensa: ¡Que Dios nos coja confesados! La parodia deja, no obstante, afortunada constancia de que, contra lo que la élite política del consenso catalanista afirma y desea, no toda la Cataluña catalana ni la élite con pedigrí, endógena, está detrás de las banderas del movimiento nacional generado por la reacción al fallo del T. C. Esa pretensión es una falacia. Más de lo mismo, solo que a medida que se repite la función, resulta más esperpéntica.
 
Por eso, decía que todo esto, a pesar de su innegable trascendencia, me deja ya algo frío. Doy, además, algunas otras razones.
 
En primer lugar, mi experiencia (la vivida por mí durante casi tres décadas de intensa imbricación en la trama social y hasta familiar, política, social y cultural, o sea, pública, de Cataluña) se me antoja cada vez más parecida a la que viví durante los siete años de internado en el colegio jesuita de El Palo (así le llamaban al colegio de San Estanislao, donde habían estudiado Ortega y Gasset, Manuel Altolaguirre, etc.). Procediendo yo de una familia bien de un pueblo (menos pobre que los pobres del pueblo), percibía acomplejado que la nota dominante del ambiente social y hasta del tono lingüístico del colegio la ponían los pijos (los hijos de altisonantes familias capitalinas de Málaga, Granada…) y que muchos de los principios rectores de comportamiento y distinción social eran los que ellos establecían. Los demás éramos como la tribu de los catetos con manifiestos complejos de inferioridad, que se manifestaba (la inferioridad social, no solo el complejo), por ejemplo, en la vestimenta cuando no llevábamos uniforme y en la  capacidad de consumo cuando salíamos en grupo. Siempre había resquicios para que los catetos (los de procedencia pueblerina en general y los becados de familias menos ricas) tuvieran carriles de movilidad social, básicamente el rendimiento intelectual (muy valorado por los jesuitas) y algunas actuaciones estelares en las competiciones deportivas…
 
Pues bien, durante las tres décadas que he vivido en Cataluña he tenido una percepción similar respecto al compendio ideológico y político que se hizo hegemónico en la vida pública catalana en las postrimerías de la transición. Ese compendio, que se tradujo en el consenso político catalanista ya en tiempos del Consell de Forces Polítiques de Catalunya, convirtió la escena política en un campo de juego diferenciado y acotado, del que procuró excluirse los modos, símbolos y siglas de la morralla del sur. Era el consenso político de un club de mentalidad social Lombarda (ideas victimista del déficit fiscal, del parasitismo estatal español, etc.), propio de los naturales de una región rica europea, que se encontraba en las antípodas de los subdesarrollados y subsidiados vecinos del sur y que nos remitía a la Europa carolingia, a la de la de los cristianos viejos que son el cogollo histórico europeo. Era un tópico aceptado hasta por los que vivíamos en Madrid a finales de los 60 y principios de los 70 que Cataluña era el pueblo más moderno y europeo y que esa proximidad la dotaba de un perfil claramente diferenciado entre quienes luchábamos contra el franquismo.
 
Lo decíamos sin percatarnos de las consecuencias políticas que eso acarreaba en clave de «cuestión nacional», de dar por supuestos los tópicos historicistas relativos a la «cuestión nacional en España», por mucho que nos alertara de ello algún historiador e intelectual catalán como Antoni Jutglar. Este historiador, por ejemplo, alertaba de los muy poco republicanos y democráticos que eran los factores ideológicos y símbolos diferencialistas del catalanismo. Con el tiempo, además, el muy limitado mercado cultural catalán y el desvanecimiento con los cambios históricos de ciertos estereotipos identitarios tradicionales, de tipo historicista, ha estimulado aún más la lengua y ciertos elementos lingüísticos de la hegemonía cultural (nación, identidad nacional, etc.) como factores del diferencialismo nacionalista. El compendio de Prat de la Riba (el compendio que Caro Baroja calificó de catecismo) era realmente una pieza anacrónica, por mucho que lo lamentaran Pujol y Cia., por lo que en el tardofranquismo y la transición se renovó el repertorio ideológico diferencialista a caballo entre el historicismo de siempre, el multiculturalismo comunitarista y la creciente ideología Lombarda (fenómenos todos ellos abiertamente reaccionarios y concordantes con el serial estatuario y las reacciones de ahora). La lengua ha sido desde entonces casi la única vía de movilidad social del somni català o del ascensor pujolista. Ascensor desde el sur hacia el norte, del sur argárico y africano hacia el norte europeo. Bueno, la lengua y la lealtad política a la dirección catalanista, en el caso sobre todo del PSC, que han albergado el sintomático sainete de los «capitanes». De este modo, contra toda realidad, es más, contra toda razón democrática, es sorprendente que la política catalanista siga pilotando la vida pública catalana retroalimentándose con más de lo mismo y continúe parodiándose a sí misma. Quizá se trate de que estamos ante una ocasión única (y última) para no dar por cerrado el Estado autonómico, única espita abierta del consolidado -eso parecía- Estado constitucional.
 
El club de los pijos del colegio no podían tener un trato preferencial o bilateral por parte de quienes gobernaban la vida escolar, pero sí que poseían un repertorio de signos y ritos para manifestar ese supuesto y hacer ostentación de la diferencia. En las últimas décadas ha habido un enquistamiento de los tics sociales, jerga endogámica, signos excluyentes, de ese club catalanista  en la misma medida que ha ido consolidándose a trancas y barrancas el concepto y principio de ciudadanía incluso en Cataluña (quiero decir, pese a las grandes obstrucciones e interferencias de los nacionalismos, la partitocracia, el clientelismo político y social, la dependencia judicial de los partidos, la ausencia de reforma electoral, el gran quebranto cívico del fracaso escolar, etc.). Desde esta perspectiva, lo que está ocurriendo es una esperpéntica anomalía. Parece como si el problema nacional de estas últimas tres décadas ha sido la pérdida de pie democrático de las tentativas de reinventar el nacionalismo españolista y de los esfuerzos por pasar de la hegemonía cultural e ideológica a la política por parte de los otros nacionalismos, de los llamados periféricos.
 
El tránsito de una a otra hegemonía, que se viene intentando desde hace décadas (y en lo que tiene mucho que ver lo sucedido en el transcurso de la Asamblea de Catalunya y la transición, como atestigua un estudio que tengo pendiente glosar), supone dar validez política y legitimidad soberana a ciertos supuestos ideológicos y culturales que se han ido fabricando e inventando sin cesar desde el tardofranquismo (lo de «fer pais»). En la actualidad se trataría de cerrar un proceso constituyente invertido (no de ciudadanos iguales sino de entes colectivos, reinos, principados o juntas forales,  preconstitucionales), de un pacto constitucional bilateral (pueblo español-pueblo catalán) en parejo al pacto Monarquía-Pueblos de España, etc. El objetivo siempre ha sido el mismo: frente a la legitimidad democrática derivada del proceso constituyente la legitimidad histórica del pueblo catalán (o del que sea), frente a la nación constitucional la nación identitaria, frente al Estado autonómico la multiculturalista España plurinacional,  etc. Lo único nuevo, quizá, en todo este proceso reiterativo de las últimas tres décadas es que, primero, con todo el serial del Estatut, y, después, con el serial del parto del fallo del TC, se ha estado dando la impresión de que ya es hora de escoger entre ambas legitimidades, dando por sentado que la legitimidad natural para los catalanes es la inventariada por los partidos del consenso catalanista. Puede que sea ésta la más efectiva novedad del momento actual, aunque no tengo muy claro que haya una decisión real de plantear esa disyuntiva de legitimidades. Por una parte, existe una real desafección política de un sector considerable de la ciudadanía catalana respecto a su «clase política» (patente en los porcentajes efectivos de apoyo al nuevo Estatuto y creciente, al parecer, en estos tiempos de crisis y vísperas electorales) y, por otra, la Europa de los pueblos, a cuyo amparo ha venido fraguándose el catalanismo en las últimas décadas, ha sufrido un frenazo por lo arriesgado que puede resultar el populismo o balcanización en una situación de emergencia y «disciplina» financiera y económica.
 
Hay una prensa, que alienta el oscurecimiento del significado de los datos y, en consecuencia, estimula las líneas imaginarias de las invenciones nacionalistas. Por ejemplo, El País calificaba de «división de opiniones», cada una con sus correspondientes porcentajes, las reacciones al fallo del T. C. No aclaraba qué opinión política es la que se quería saber. Es como la noticia de la detención del presidente de la Diputación de PP y de la Diputación de Alicante sin precisar que no había orden judicial o el reportaje sobre la fresa de Huelva en que el caso de unos explotadores convertía en explotadores a todos los freseros. Los nacionalismos necesitan la ambigüedad, el oscurecimiento de la realidad por entelequias ideológicas y políticas no contrastadas, para poder reproducirse y crecer. El buenismo (zapaterismo) es exactamente eso, pero los tiempos del buenismo se están agotando. Quizá sea esa también una sinrazón de esta «flamarada» catalanista: un gesto desesperado porque esa subsidiada ambigüedad de la Alianza de las Civilizaciones, de la España plurinacional, etc., se acaba en España y en Europa, al menos, por un buen tiempo.
 
Es sorprendente la endeblez de los argumentos de las tres o cuatro muestras que os adjunto de nacionalistas reactivos.  P. Rahola, a quien la polémica con el aranés le dejó el paso cambiado, siente miedo y pudor por el lamentable espectáculo que están dando con los preparativos de la manifestación y demás. Desde luego, un debate en TV3 (la que sale por digital) sobre el fallo del TC se parecía bastante a una discusión de patio de colegio -como dice ella- o a la reunión del comité de una manifestación en la que se dan tortas por acaparar la fila de la foto. La columna de Toni Corominas, amigo mío desde hace mucho, lo retrata bastante bien; es de estas personas que quieren ser rebeldes, o parecerlo, pero que les iba mejor cuando el franquismo y el nacional-catolicismo, cuando realmente algunas ovejas negras de la buena sociedad de Vic podían provocar escándalo, que no ahora en que es más difícil escandalizar; leeros su articulito y veréis en qué consiste el desencanto que le produjo la transición y del que todavía quiere seguir viviendo (la confusión entre la democracia y el franquismo que es tan cómoda y grosera como las equivalencias entre democracia y franquismo que ingenian los ideólogos etarras o las de quienes comparan el Estado de Israel con el estado nazi o a Gaza con el gueto de Varsovia). Y si llegamos a uno de los picos de la actual exquisitez catalanista, A. Puigverd, da la impresión de que cuando quiso evolucionar se quedó a medio camino, más aún que Albert Branxadell. Queriendo ponerle seriedad al esperpento, como Enric Juliana, trata de evitar situaciones como la «flamarada» que describió Amadeu Hurtado y tanto le hizo recapacitar a Tarradellas, con propuestas tan sugestivas como no caer en la «moral perdedora» (supongo que tratando de evitar el «victimismo» como fuerza motriz), pero considerando a los no catalanistas como supuestos españolistas. F. de Carreras lleva razón al lamentar el descenso a la mediocridad de políticos, ideólogos y teólogos. También lo decía hace unos días el hijo de Nicolás Redondo el sindicalista cuando se refería a la generación de su padre. En suma, se sigue suponiendo la existencia de un problema y la necesidad de ese problema hace que su existencia -real o no- se convierta en un supuesto indiscutible, más que el de la crisis y prioritario respecto a los efectos sociales de la crisis.  
 
Notan que algo ha cambiado, que algo inaprensible para ellos está cambiando. Recojo dos opiniones contrarias (A. Pavón. J. Domingo), que llegan a pensarse y a decirse; no son nada del otro mundo, habrá cosas discutibles, pero la novedad es que este tipo de opiniones empiezan a considerarse asimismo legítimas y hasta hace poco no podían tan siquiera reclamar legitimidad, eran simplemente estigmatizadas. Es un triunfo de los movimientos ciudadanos de los últimos quince o vente años ¡Y no digamos el discursito de A. Rivera en el Parlament! Hace unos cuantos años, la mayoría de los diputados se salió cuando un tal Julio Ariza (creo recordar) empezó a hablar en castellano en el Parlament¡ y eso que el tal Ariza no tenía intención de vapulear a los del consenso, o sea, a los propios parlamentarios! Algo, amigo Sancho, está mudándose, que diría el Quijote.

Rafa N.
8 de julio de 2010

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