No tienen el corazón partido entre dos lenguas, les parte el corazón otras cosas y son bilingües por cotidianidad
El lenguaje de lo políticamente correcto es una invención magnífica para que la gente crea que todos somos iguales. Un señuelo democrático. Si hay un aspecto llamativo en las sociedades anglosajonas altamente desarrolladas, Canadá por ejemplo, es su preocupación por las formas, las apariencias, los nombres de las cosas. Procura no ofender a los pobres, a los discriminados, con tu lenguaje. Se considera una manera de respetarles, y muestra exactamente lo contrario. Si a un negro no se le puede llamar negro porque resulta ofensivo, es porque para un blanco decir negro era indicar un individuo inferior, y por eso los blancos que dominan sobre negros y blancos decidieron que lo mejor para que los negros no se ofendieran era denominarles afroamericanos. Y los negros humillados se felicitaron, y los blancos con mala conciencia valoraron el gesto. Lo políticamente correcto constituye una fórmula impecable que tienen los que dominan para hacer creer que te respetan.
En Canadá la historia empieza con la llegada de angloirlandeses y franceses. Antes había indios – mohawks, inuit, cric, algonquinos, iroqueses – a los que fueron extorsionando, explotando y marginando, y cuando no podían vencerles, negociaban; siempre con la insana intención de derrotarlos en cuanto pudieran. Así hasta hoy, en una dinámica de reservas que de vez en cuando salta por los aires, cuando la irritación de los indios se carga de razones y los blancos tratan de poner un campo de golf sobre un cementerio inuit. (La rebelión provocó varios muertos y sucedió en las cercanías de Montreal hace unos años.)
Pues bien, ¿cómo creen ustedes que se denomina a las más que variadas tribus que estaban allí desde antes de la noche de los tiempos, según feliz expresión del ex lehendakari Ibarretxe? Los indios de Canadá no se pueden llamar indios porque sería ofensivo, se les debe denominar «primeras naciones». ¿Verdad que resulta divertido decir eso en Catalunya?
Gracias a eso muchos se mantienen en sus reservas, ampliamente subvencionados, que no por nada sus tierras son abundantes en materias principalísimas. Es de ver por su patetismo, grupos de indios cric, auténticos armarios roperos de grasa, que consumen su tiempo entre la televisión y la comida basura. Dejaron de cazar y pescar, se sentaron en un sillón mullido y se fueron idiotizando ante los tropecientos canales de televisión basura mientras se atiborraban de comida basura. Es evidente que existe una conexión triangular entre la comida basura, le televisión basura y la sociedad basura. Es difícil que algún canadiense de pro, ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes, admita salvo en la privacidad más absoluta, ¡y sin vecinos!, que lo de «primeras naciones» – un apodo de lujo-constituye un recurso perfecto de la hipocresía. Y como es una cuestión de dominio y de hegemonía – no de lenguaje, sino de quién manda de verdad-,ahí no se aprecian diferencias entre anglocanadienses y francocanadienses.
Pocas cosas han ayudado tanto a igualar las apariencias de una sociedad clasista como la comida basura. Confieso que ha sido para mí un descubrimiento. Dominadora absoluta del mercado, hace a todos más iguales. Salirse de la trillada comida basura – también llamada «rápida» en lenguaje políticamente correcto-es un signo de aristocraticismos y distancia. Lo democrático en sociedades abiertas y aparentemente igualitarias es que la comida sea un ejercicio sencillo, donde lo importante está en la modestia de su costo y lo agradable de la compañía; lo demás se entiende como anecdótico. Obama y Medvedev, juntos, comen hamburguesas. ¡Un gesto democrático de impecable corrección política! Por supuesto que sus hamburguesas no serán basura, porque se pueden hacer hamburguesas deliciosas y perritos calientes apetitosos. Ocurre con la televisión; la hay buena, mala y deleznable. Pero abstenerse de soportarla en su naturaleza de carnaza para siervos, se considera signo de elitismo. Hace algunos años ser tertuliano era como comer en un McDonald´s, una concesión al populismo; ahora no ser tertuliano ni comer bazofia en una franquicia, se valora como distanciamiento de la sociedad real.
La diferencia entre los canadienses ricos, sean anglo o francófonos, es mínima. Todos son bilingües. Sólo los pobres, los emigrantes y quienes viven de eso, hacen de esta diferencia la función de su vida. Una familia canadiense asentada no se preocupa por el bilingüismo. Crecen plurilingües, es una cuestión de recursos. Pero si es pobre o emigrante, o hijo de pobres o de emigrantes, necesitará mayor esfuerzo, porque le harán escoger; no se puede tener todo si uno no está provisto de la necesaria acumulación familiar.
Los conflictos lingüísticos son para quienes los trabajan, y en Canadá no se percibe entre las nuevas generaciones que esta cuestión les empantane. No tienen el corazón partido entre dos lenguas, sencillamente les parte el corazón otras cosas y son bilingües por cotidianidad. La lengua como mejor está es estofada. Se tarda en descubrirlo porque está ligado a la edad, y por tanto a la experiencia vital y gastronómica. Ocurre con la política, que tampoco es un asunto cotidiano, ni esta pasarela nuestra de cargos públicos para convencimiento y pasmo de los ciudadanos. Quizá se pueda decir que la primera víctima de los conflictos lingüísticos es la urbanidad; el respeto entre ciudadanos, que se pierde, y los buenos modales, que se resiente.
Canadá se comporta como una sociedad anglosajona – «los quebequeses son anglosajones que hablan francés», resumía un catalán con muchas raíces en Montreal-que ha sabido lograr un difícil equilibrio entre el desaforado mundo estadounidense, donde la hegemonía de la propiedad y del capital privado alcanza el delirio, y un país conformado por élites dinámicas construidas sobre un paisaje inmenso y rico. Hagamos una metáfora para simplificar. En Siberia el frío es un flagelo conformador de su sociedad, desde hace siglos. En Canadá no se habla del frío, la gente se refiere a los inviernos; incluso se miden las estancias canadienses por inviernos. El frío es otra cosa que el invierno; el frío es una condición de la falta de confort, tiene que ver con la civilización. Domina, por supuesto, el coche frente a los transportes públicos. En autobús no he visto viajar más que a gente sin recursos; emigrantes, estudiantes y ancianos. Pero ninguna autopista consiente superar la velocidad de 100 kilómetros por hora. Parece una contradicción, pero es así. Las primacías de una sociedad altamente desarrollada se contemplan de un modo atenuado, porque esto es Canadá, dicen los canadienses, para distinguirse del modo norteamericano. «Los estadounidenses creen que Canadá queda un poco más arriba de Alaska». Y lo dicen con ese humor leve, que no llega a ser ni irónico por no ofender. Nosotros parecemos hijosdalgo, por más que hayamos sido carne de emigración y de aventura. ¿Alguien imagina qué hubiera sido de este país nuestro, sin poder emigrar y recibir emigración? El descendiente de emigrantes puja por sangre vieja; le basta con convertir en una mayúscula su apellido delator y enarbolar banderas.
También es verdad que hay sociedades donde se da preponderancia a los conflictos de valores por encima de los conflictos de derechos. Aquí es donde se complejiza todo, porque los derechos no son necesariamente valores. Ocurre cuando un político estafa a la ciudadanía y alega en su defensa que no ha hecho nada ilegal. Y aunque fuera cierto, debería dimitir; es una cuestión de valores, no de derechos. Existe eso que llamamos opinión pública. Uno tiene derecho a hacer trampas, digámoslo así, incluso la ley está fabricada de tal modo como para consentir escaparse de ella. Pero usted no ha ganado las elecciones por ser un abogado marrullero o un economista interesado, le han elegido porque defendía unos valores que la gente se ha creído.
No viajamos para conocer otras sociedades. ¡Qué más quisiéramos! Viajamos, fundamentalmente, para tratar de entender la nuestra.
Gregorio Morán
La Vanguardia (3.07.2010)
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