El relativo triunfo del independentismo flamenco en los comicios belgas ha suscitado las previsibles extrapolaciones del secesionismo catalán. El primer jarro de agua fría está tan a mano que apenas complace verterlo sobre las efusiones de ese crónico 20% de la población catalana: el día que un partido catalán abiertamente independentista se convierta, al modo belga, en la minoría mayoritaria del Congreso, podemos empezar a hablar. ¿Trato hecho? No creo. Las extrapolaciones se vuelven contra el que las perpetra. Aun admitiendo con reticencias un similar sustrato ideológico en los dos casos, resulta que el 60% de los belgas tiene el neerlandés por lengua materna, en tanto que el castellano no es sólo la primera lengua de España en su conjunto: también es la primera de los catalanes. ¡Vaya por Dios!
Uno de los errores habituales del nacionalismo catalán es la invocación del derecho a la autodeterminación. Lástima que Naciones Unidas circunscriba el uso de ese derecho a los procesos de descolonización y que haya dejado proscrita su invocación cuando se trate de territorios de un Estado miembro. Los independentistas catalanes, inasequibles al desaliento, gustan de caracterizar a Cataluña como una colonia española. No hay espacio para rebatir tal disparate, pero adviertan los incansables separatistas que esa línea argumental nos conduciría a analogías belgas muy anteriores. ¿Dónde está nuestro Lumumba? ¿Somos el Congo o somos Flandes? Aclárense.
Ya van viendo que las extrapolaciones las carga el diablo, pero si quieren extrapolar, extrapolemos. ¿Qué pasaría si aquí el voto fuera obligatorio, como sucede en Bélgica? Entre otras cosas, que CiU jamás habría ganado las elecciones en Cataluña porque el gran cinturón industrial de Barcelona, tradicionalmente abstencionista en los comicios autonómicos, no vota precisamente nacionalismo. Así, el cuarto de siglo pujolista no habría existido, ni la llamada construcción nacional de Cataluña, ni el intenso intervencionismo que ha sacralizado los postulados básicos del catalanismo político. Ni siquiera existiría el fenómeno Montilla, la realización suprema del pujolismo por acomplejamiento del PSC, con la consiguiente interiorización del imaginario del adversario.
La independencia de Cataluña no es imposible; de hecho, parece un proceso inevitable cuando se repara en la mentecata reverencia que los herederos de Pujol despiertan en los círculos de poder político y económico de Madrid. Así que si España se rompe no lo hará à la belge. No será por imparables presiones demográficas, ideológicas o jurídicas, sino por un rasgo de la democracia española difícilmente extrapolable: el insensato diseño de poder territorial, la perversa lógica electoral, la incapacidad de los sucesivos gobiernos a la hora de cerrar el proceso autonómico y la frivolidad de unas élites españolas que nunca merecieron menos el adjetivo.
Juan Carlos Girauta
El Mundo (15.06.2010)
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