El poder político no puede inmiscuirse mediante leyes en las relaciones entre privados a menos que vulneren derechos fundamentales y ni los lingüísticos ni los de los consumidores tienen este carácter
En 1973 Edicions Catalanes de París publicó Catalunya sota el règim franquista. Informe sobre la persecució de la llengua i la cultura de Catalunya pel règim del general Franco. El libro, por obvias razones de seguridad, no llevaba el nombre del autor aunque pronto se supo que había sido escrito por el historiador y político Josep Benet. Se trata de un documento excepcional sobre la represión que sufrieron la lengua y la cultura catalanas en la Guerra Civil e inmediata posguerra, tras la ocupación de Catalunya por las tropas de Franco. Quizás su principal interés reside en que no es un relato sino un acopio de documentos que recogen las disposiciones legales que aplicaron los vencedores, así como comentarios y declaraciones a la prensa de políticos y periodistas de la época. Queda claro que una de las obsesiones franquistas fue la persecución del catalán y su sustitución por el castellano como única lengua oficial y de uso por parte de los poderes públicos y de los ciudadanos.
La relectura de ciertas partes del libro de Benet incita a una reflexión. Algunos de sus pasajes tienen alguna similitud –ojo, digo alguna, no que sean situaciones idénticas– con ciertas realidades del presente respecto a la cuestión lingüística y cultural. En efecto, si entonces había un espíritu de conquista que intentaba arrasar con la huella catalana y catalanista en la vida social de Catalunya, ahora hay un espíritu inquisitorial de signo contrario. Al fin y al cabo, los nacionalismos tienen una raíz común y llevados al extremo, aunque situados en contextos distintos, siempre se muestran intolerantes.
Se ha hablado estos días del controvertido proyecto de ley del cine y la obligación de doblar la mitad de las copias al catalán. No deja de ser curioso y, seguramente, contradictorio que en las salas cinematográficas se exija el cincuenta por ciento en catalán cuando en la escuela, la Administración y los medios de comunicación públicos, lo establecido es el ciento por ciento. En todo caso, no parece muy coherente, aunque ya sabemos que en estos casos lo último que cabe esperar es coherencia. Pero hay un asunto de mayor envergadura que es tratado con el máximo sigilo. El Parlament está a punto de aprobar el Código del Consumo de Catalunya, una ley que en la cuestión lingüística –porque aquí todo tiene que ver con la lengua– no sólo es disparatada sino también inconstitucional. Y tramitada, por cierto, mediante el procedimiento de urgencia, sólo justificado, supongo, para que entre en vigor antes de que el TC dicte su esperada sentencia sobre el Estatut.
En efecto, en esta ley se regula el deber de disponibilidad lingüística de las empresas y comercios, establecido en el artículo 34 del Estatut, según el cual «todas las personas tienen derecho a ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan en su condición de usuarias y consumidoras de bienes, productos y servicios». En definitiva, que uno debe contestar en la lengua en que se le pregunta. Ello obliga a las empresas, por una parte, a que sus empleados deban dominar las dos lenguas oficiales, a estos a desenvolverse en una lengua que puede no ser la propia y, además, a que todas las informaciones, contratos, presupuestos, facturas y cualquier otro documento que pueda ser necesario para atender al consumidor esté escrito en catalán. El incumplimiento de estas obligaciones puede ser objeto de sanciones de hasta 10.000 euros y, en ciertas condiciones, hasta 100.000 o más. Cualquier particular, desde el anonimato, puede denunciar a quienes no cumplan estos preceptos, algo que en el lenguaje común se llama delación y, francamente, recuerda a los más siniestros tiempos y lugares de la Europa del siglo XX.
Esta nueva regulación –en parte ya vigente por leyes anteriores, multas incluidas– impone una carga económica a las empresas, especialmente gravosa para las pequeñas, que no parece la más apropiada para poder sobrevivir en estos difíciles tiempos. Además, desde el ángulo de su constitucionalidad, no parece que los poderes públicos puedan interferirse, en nombre de los derechos de los consumidores, en una relación entre particulares, el que vende y el que compra: allá se las apañarán ellos para utilizar la lengua oficial que mejor convenga a su respectivo negocio. El poder político no puede inmiscuirse mediante leyes en las relaciones entre privados a menos que vulneren derechos fundamentales y ni los lingüísticos ni los de los consumidores tienen este carácter. Por tanto, se trata de una tontería innecesaria en una sociedad bilingüe, pues no creo que sea este un problema para los ciudadanos catalanes; de un gravamen económico sobre el empresario que seguro repercutirá en el consumidor, el presunto protegido; y de un precepto inconstitucional que espero sea así declarado por el TC cualquier año de estos. En definitiva, un peligroso disparate más, que en lugar de proteger a la lengua catalana la convierte para muchos en un antipático obstáculo.
En el libro de Benet también se refleja la preocupación de los franquistas de primera hora por prohibir la utilización del catalán en los rótulos, impresos, anuncios y documentos de todo tipo en asociaciones y empresas, multas incluidas. Léanlo. Ya sé que es distinto prohibir que imponer, pero el tufillo es el mismo: la intolerancia y el fanatismo conducen, incluso, a la intromisión de los poderes públicos en el ámbito privado.
Francesc de Carreras
La Vanguardia (4.02.2010)
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