Sin Craxi no se puede entender el poder de Berlusconi y sin los modos y maneras de este tampoco el de Craxi
Murió cuando le faltaban apenas tres semanas para cumplir 66 años. Era Piscis, lo que, según los finos analistas, tiene su aquel. Fue conocido como Bettino Craxi, nacido en Milán y de procedencia sureña, de Mesina (los Crasci). Un animal político en estado sólido; lo contrario de gaseoso, que empezó a los 18 años y tras muchos problemas con su carácter se hizo con la secretaría general de una organización con demasiada historia y poca base electoral, el Partido Socialista Italiano. Esto ocurría en 1976 y a partir de un escaso diez por ciento del electorado acabó haciéndose con la presidencia del Gobierno durante casi cuatro años, los que van de 1983 a 1987. Eran tiempos para gentes audaces y con muchas estrellas en el culo. Felipe González fue secretario general de un partido ilegal en 1974 y presidente del Gobierno ocho años más tarde. El mundo lo dirigían, o aparentaban hacerlo, unos ancianos: Ronald Reagan y la gerontocracia soviética.
En Italia se ha abierto un debate del mayor interés político al cumplirse la pasada semana el décimo aniversario de la muerte de Bettino Craxi. Una reflexión de la que nosotros tendríamos mucho que aprender, no sé si para bien o para mal, pero de todas maneras utilísima para nuestra formación política. Porque Craxi murió en Túnez en una mansión junto al mar – su residencia de verano-,y en una situación peculiar que admite dos maneras de enfocarla; para unos como prófugo de la justicia, para otros en el exilio. Está enterrado en el cementerio tunecino de Hammamet y allí ha tenido lugar una ceremonia fúnebre y reivindicativa cargada de significado. Unos doscientos militantes del neonato Partido Socialista, llegados de toda Italia, desplegaron un montón de banderas rojas. Junto a su viuda y sus dos hijos, estuvieron tres ministros del Gobierno Berlusconi: Frattini (Exteriores), Sacconi (Sanidad) y Brunetta (Administración Pública).
En el periodo de Craxi como presidente del Gobierno sorprendieron algunas actitudes en relación con los palestinos, negoció una benevolente renovación del concordato con el Vaticano y se hizo una figura dentro de la Internacional Socialista, junto a Willy Brandt, Mitterrand, Soares y Bruno Kreisky; Felipe González apenas empezaba. Pero fue en la política interna donde dejó huella indeleble. Fue el rey del pragmatismo y la transversalidad, antes de que tal término se hiciera forma de gobierno; una transversalidad basada en la deferencia hacia el jefe como condición imprescindible de la promoción política. Mereció elogios de personajes como Indro Montanelli, cuyo prestigio como analista, incluso como oráculo, nunca logré entender. Otro periodista, Eugenio Scalfari, en fecha tan pegada a los hechos como 1985, definió al partido socialista de Craxi como «una banda de trepadores», entre otras lindezas; le acusó de convertir la Banca Nazionale del Lavoro en el banco del partido. Nanni Moretti y Daniele Luchetti le dedicaron una película. Francesco De Gregori una canción sarcástica y la novelista Natalia Ginzburg insultos irrevocables. Pero lo que haría a Bettino un político trascendental en la historia de Italia fue sentar las bases para convertir a Silvio Berlusconi y su Fininvest en el grupo mediático hegemónico y monopolístico que hoy es.
Sin Craxi no es posible entender el poder de Berlusconi, y sin los modos y maneras de Berlusconi tampoco sería posible definir el estilo de Craxi como gobernante. Fue el gran promotor del espectáculo en la política, en los mítines, en las apariciones estelares, en el desprecio a los críticos. De él se puede decir que consiguió promover una figura hoy habitual también entre nosotros, el intelectual ornamental, ese personaje mediático que acompaña al poder desde su apariencia de responsabilidad y equilibrio. Anunciaba una tercera vía entre la corrupta Democracia Cristiana y el miedo al Partido Comunista. Después de cuatro años en el poder la estela de Bettino Craxi dio paso a lo que se vino en llamar Tangentópolis, es decir, el descubrimiento de una monumental corrupción del poder político que fueron sacando a la luz un puñado de jueces comprometidos en el saneamiento de la República; los jueces de Mani Puliti, que pondría patas arriba el sistema. La última intervención parlamentaria de Craxi, en vísperas de su huida a Hammamet, donde moriría ahora hace diez años, consistió en un singular reconocimiento de culpa. «Todos los partidos violamos la ley de Financiación, empezando por el Partido Socialista».
¿No les suena familiar todo esto? La izquierda española nunca se miró en Italia, excepción hecha de Catalunya. Italia, la cultura italiana y la política italiana, fueron ya durante el franquismo una fuente de civilización en Catalunya, aunque mejor sería precisar en Barcelona. Basta leer las memorias de Carlos Barral para detectar esta diferencia entre el influjo italiano barcelonés y esa meseta, en sentido irónico, que miró más hacia París o Alemania. La más importante editorial literaria española de los años sesenta, Seix Barral, iniciará su aventura con un libro tan insólito como La conciencia de Zeno de Italo Svevo, y por cierto, la cerrará con otro título del autor triestino. Sin esa cercanía italiana sería difícil comprender la singularidad que fue el PSUC con respecto al PCE. Manolo Sacristán y el sacristanismo, tan influyente otrora por acá, no es posible explicarlo en su peculiaridad sin la figura de Giulia Adinolfi, su mujer. Veníamos de los dogmas y sin salirnos demasiado de ellos, Italia atemperaba los sueños dogmáticos. No es grano de anís que en la reunión editorial de la revista Mientras Tanto sobre qué posición tomar frente a nuestra Constitución del 78, la única persona que entendió el texto y el contexto fuera Giulia Adinolfi, una comunista italiana, allí donde había jóvenes tan sutiles como Toni Domènech y Rafa Argullol.
En el socialismo hispano de los ochenta la única italianófila que recuerdo era la esposa del presidente González, pero se limitaba a traducir poesía. No puedo evitar el rubor al recordar el comportamiento del entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, ante el hispanista Oreste Macrì, al que ningún antifranquista decente se hubiera atrevido a faltarle al respeto. Fuera de Barcelona no se prestaba demasiada atención a la izquierda italiana, socialista o comunista. El único artículo elogioso que recuerdo sobre Craxi lo escribió Ernest Lluch, en uno de aquellos descubrimientos políticos que Lluch alumbraba con cierta pasión por lo novedoso. Sólo que Craxi era lo más viejo de la política con un disfraz espectacularmente insólito. De haber sido lector – Craxi era de esos que no necesitan o creen no necesitar leer, porque piensan dictando-se hubiera entusiasmado con un antiguo texto de Ortega y Gasset, Vieja y nueva política,donde su modo de denostar a los Romanones animaba a los Primo de Rivera.
Parece como si la responsabilidad ciudadana de los jueces de Manos Limpias hubiera sido la liquidación de los partidos tradicionales – creo que fueron cinco los que de algún modo desaparecieron en la resaca de Tangentópolis, que coincidió con la crisis terminal de los partidos comunistas-.Como si el juez Di Pietro fuera el culpable de la llegada de Berlusconi. En definitiva, como si la mejor manera de abordar la corrupción mafiosa de los partidos fuera adaptarse a ella y convertirla en programa electoral.
Pero sería muy poca cosa limitar la figura de Craxi sólo a eso, a Tangentópolis y Berlusconi. Ahí está también un intento – ¿el último?-de hallar una fórmula que permitiera una simbiosis entre la sociedad civil – que en Italia es mucho más que una declaración de intenciones, es una realidad histórica secular-y el Estado, siempre ajeno, distante y absorbente. No es extraño que en el 2008 se hayan llevado a cabo 75 tesis doctorales sobre Bettino Craxi. ¿Cuántas tesis doctorales se hicieron sobre Suárez o González? Lo desconozco, pero sería importante saberlo.
La pasada semana ironizaba Dario Fo: «Resulta molesto que tantos quieran rehabilitar a Craxi para rehabilitarse a sí mismos». Convendría pararse a pensarlo, porque también es un problema nuestro.
Gregorio Morán
La Vanguardia (30.01.2010)
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