La teoría que atribuye la vigencia del catalán a su utilidad como discriminador social, es decir, como “criterio para formar la cola de la participación en los bienes sociales”, quizá no lo explica todo. Pero tiene la gracia de que da una explicación razonable a fenómenos sociales bastante curiosos.
Por ejemplo, la temperatura catalanista sube en los lugares centrales de la escala social, allá donde se establece el contacto –y el conflicto– entre los naturales y los inmigrados. En cambio, hacia los extremos de la escala, el ‘hecho catalán’ se mira más bien con indiferencia.
La más alta burguesía no necesita destacarse con la lengua. No compite con los castellanohablantes inmigrados. Se relaciona con naturalidad y frecuencia con las clases altas de las otras capitales de España. Su lengua, desde hace cien años o más, es el castellano (pero no el castellano chava del Makinavaja, ¿eh?). Yo diría que ese grupo ha ido perdiendo terreno en Cataluña, en parte porque el conflicto linguosocial se ha generalizado, y en parte porque las grandes fortunas han dejado de ser inamovibles.
Igualmente, en las capas más bajas, el lumpen –muy numeroso– es castellanohablante casi al cien por cien, y no manifiesta ninguna atracción por el catalán. No por nada, sino por economía de esfuerzos: tienen la cabeza totalmente ocupada con la obsesión de sobrevivir, de resolver el día de hoy. La inapetencia respecto al catalán se incrementa con el grado de marginación del individuo. ¡Y también con la edad! A la gente mayor de la inmigración, el pleito lingüístico no le da ni frío ni calor.
Eso significa que el ‘problema de la lengua’ es vivido por los castellanohablantes pobres con una intensidad proporcional a su esperanza de promoción personal. Los que no alimentan ninguna esperanza, bien por ser marginados, o bien por ser viejos, pasan.
Jesús Royo Arpón
La voz libre (24.06.2009)
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