Hace ya semanas que mis comilitantes de C’s –aquellos que no se quejan amargamente de la marcha del partido– afirman que siguen creyendo en el “proyecto” Ciudadanos. Mal asunto cuando el problema se plantea en términos de fe. Mal asunto cuando se debe adoptar la actitud del feligrés; militamos en un partido, no en una secta. Pero, además, ¿en qué consiste ese “proyecto” en el que hay que creer? ¿en la realización de los fines políticos? Desde esa perspectiva, el partido mismo y las personas que lo conducen serán (¿son?) perfectamente prescindibles en el momento en que otros dirigentes u otras siglas puedan servir mejor a la consecución de los objetivos.
A lo mejor, aquello en lo que hay tener fe es en la pervivencia del partido mismo (entidad metafísica identificada, cabe suponer, en la persona de sus “líderes”). Como ese tipo de adhesión sobrepasa en mucho mis capacidades, asumo que, tras un paciente y largo esperar, ha llegado para mí el momento del adiós.
Mi paso por Ciudadanos me ha producido muchas satisfacciones, ligadas en su mayoría a la aparición de brotes de profunda amistad y a ciertos modestamente gigantescos éxitos en el envite al coloso pannacionalista. Sin embargo, se ha visto jalonado desde el principio por una sucesión de desilusiones cuyo tempo se ha ido acelerando en los últimos meses hasta culminar en el dislate de la participación en las europeas (¡y de qué manera!). Es probable que sea una cuestión personal, un déficit de temperamento, un exceso de pesimismo en el juicio, no pretendo culpar a nadie, yo mismo he formado parte de este barco y soy tan responsable como el resto de la tripulación de su deriva fatal.
Sin embargo, no puedo dejar de constatar el daño que me hizo advertir la incapacidad del grupo promotor del Manifiesto para alcanzar un acuerdo más allá de la literalidad del texto. La decepción que sentí cuando ninguno de ellos se avino a dar con su autoridad dirección, empuje, cohesión a esta manada de resentidos, rebotados de mil experiencias políticas frustradas y cada uno de cuyos miembros parecíamos sentirnos mejor dotados que nadie para estatuir el destino del partido. Nunca comprendí qué privilegio primordial les impedía a ellos comprometer su vida y su nombre en una empresa a la que, sin embargo, nos comprometían a todos los demás, que arriesgábamos igualmente fama y trabajo.
Mayor aun fue mi frustración al constatar las maniobras de unos y otros en el núcleo fundacional por copar cotas de poder antes de que esto fuera nada. Era imposible comprender cómo, estando huérfanos de todo, no fueran capaces de alcanzar el espíritu de concordia suficiente para dar un buen fin ni siquiera al primer congreso. Después, las figuras más representativas, surgidas de aquellas exaltaciones constituyentes, carecieron de la visión de futuro y la grandeza de ánimo suficientes para alcanzar una entente cordiale, que diera paulatinamente cauce a un liderazgo “natural” e indiscutido que preparara el lecho para la consolidación definitiva del partido.
Y el resto fue mucho peor. Cada paso subsiguiente fue asentando, institucionalizando, una manera de “hacer política” que redundaba en lo que me ha hecho aborrecer siempre de la vida partidaria. El segundo congreso instituyó la polarización abusiva, la sofocación de la disidencia, la conversión del adversario en enemigo, la expulsión del díscolo, del que no tiene fe, la maniobra, el truco, la astucia, la malicia, el engaño,… ¡puaj! La directiva resultante se enrocó en su propia euforia y, aunque no ha sido capaz de ganar nada desde que empezó y que, contrariamente, ha liquidado las dos terceras partes de la militancia y casi el 100% de las ilusiones, y va camino de liquidar el resto del prestigio que alguna vez pudo tener C’s, no ha dado la menor muestra de estar dispuesta a rendir cuentas.
Todo esto me dolió especialmente por cuanto siempre entendí que, junto a la demostración de que es posible defender sin complejos una interpretación no nacionalista de la vida en común, el propósito de C’s era la rehabilitación y la regeneración de la vida política. No se trataba sólo de establecer lo que la sociedad debe hacer para dignificar lo público (elección directa del presidente, listas abiertas, un Parlamento europeo no subordinado a la Comisión, bla, bla, bla,…), sino de comenzar por practicar de forma eficiente y puertas adentro lo que predicamos.
Lo que yo, ingenuamente creí que debía ser el partido era lo que el profesor Francisco J. Laporta llamaba “ser liberal” en un artículo de El País (sesgado por la polarización política, por cierto), en el año 2006. Describíalos efectos de esa condición así (pido excusas por la longitud de la cita): “toda la actividad política y los proyectos de la sociedad se tornan en un gran proceso de deliberación entre personas libres y autónomasque intercambian sus ideas presididas por la virtud de la tolerancia y la guía de la racionalidad. No tienen sitio por ello aquí la descalificación y el improperio, la imposición o el trágala, o la manipulación de los datos y la excitación tramposa de resortes emocionales. Para ser liberales, los partidos y sus responsables han de comportarse en las instituciones como en foros para la discusión racional y la exposición articulada de preferencias e intereses. Deben esforzarse porque en ellas se presenten al ciudadano las razones de las decisiones que se adoptan y los fundamentos en que se basan las directrices políticas que se persiguen. Para ello deben hablar y razonar, nunca mentir, alegar pros y contras, nunca distorsionar, y tratar a los demás actores políticos y sociales con el respeto que deriva de su condición de partícipes de la peripecia política de la comunidad, nunca denigrarlos o insultarlos. El liberal no distorsiona ni compromete las instituciones de la democracia para obtener un rédito de partido, y menos aún se dedica a falsearlas para hacerlas actuar en su propio beneficio.”
En la medida de mis posibilidades y en la modesta representación del partido que me tocó ostentar, he tratado de acercarlo a este modelo, pero está claro mi fracaso. Los últimos acontecimientos han desbordado mi capacidad de resistencia. Mi militancia carece de sentido: no puedo seguir formando parte de una organización política cuyos carteles electorales no puedo defender ni promover sin violentar mis ideales y cuya directiva actúa de forma que repugna a mis principios. No es sólo el escándalo de Libertas o de Durán que, con ser grave, no pasa de última anécdota. Es algo mucho más profundo que tiene que ver con el hecho de que –como dijera Séneca– “lo que las leyes no prohíben, debe prohibirlo la honestidad”.
Debo agradecer de corazón a los que me han dejado trabajar a su lado en la búsqueda de una sociedad mejor, trabajo duro y desinteresado, ausente de cualquier ambición personal. Con ellos iría al fin del mundo, tanto me ha admirado su buena voluntad, su capacidad de sacrificio y su sincera honradez. Gracias, ha sido un honor. Espero seguir contando con vuestra amistad.
Antonio Roig
Izquierda Liberal (29.04.2009)
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