Uno de los enigmas de la historia del ser humano es saber por qué los mal llamados esquimales, un nombre ofensivo que significa "comedores de carne cruda" (ellos se llaman a sí mismos inuit, la gente) se quedaron a vivir en el ártico, la zona más inhabitable del planeta. Entiendo cómo pudieron llegar hasta allí: empujados por la necesidad, por la violencia, huyendo de pueblos más guerreros. Pero, ¿quedarse? ¿Perseverar en un desierto hiperbóreo sin nada más que un frío letal e infinitos hielos?
Ahora voy a hacer una cabriola metafórica. Comí el otro día con una amiga que, tras una vida amorosa un tanto agitada, lleva 20 años con el mismo hombre, y le pregunté por qué con éste sí se había quedado. No supo decirme. Y de pronto me puse a pensar en los inuits, y en que quizá la lenta, compleja y difícil construcción de una vida en pareja se parezca mucho a ese logro titánico esquimal que consiste en hacerse un hogar donde no hay nada. O peor, donde sí hay algo: vientos huracanados y tormentas colosales en el círculo polar, intereses divergentes y feroces broncas en las parejas. Como en el caso de los inuits, está claro por qué llega uno a una historia amorosa: por necesidad de afecto, por soledad animal, por urgencia genética. Pero después hay que quedarse. Para mantener una pareja, como es obvio, no hay que aguantarlo todo; pero desde luego siempre es necesario aguantar bastante. Tal vez por eso ahora haya tantas separaciones: porque nos flaquea la tenacidad. ¿Y por qué se queda uno? Puedes darte razones y hablar de los hijos, por ejemplo, pero en realidad esa perseverancia es un misterio. Y así van pasando los años y los enfados, los encuentros y los desencuentros, y de pronto un día descubres que habéis creado un espacio, un modesto y cálido refugio para dos, un iglú protector en el mar de los hielos.
Rosa Montero
El País (24.03.2009)
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