La sociedad política

Joseba ArreguiLa dictadura de Franco nos dejó a todos tremendamente politizados. Somos herederos del famoso dicho de que aunque tú pases de la política, la política no va a pasar de ti. Entrar en una era realmente política, sin embargo, es algo más que estar contra Franco, o pensar que la política es muy importante. Es incluso algo más complicado que pensar que uno es demócrata de toda la vida, más difícil que creer que uno ha dado con la piedra filosofal de la verdadera democracia.

En cierto sentido dar el paso a la sociedad política significa dar el paso del antiguo régimen a la democracia moderna. No es un paso sencillo. No es un paso evidente. Y no es un paso que nos esté resultando fácil en la sociedad vasca. Es más: el problema principal que afecta a la sociedad vasca desde el punto de vista político radica precisamente en que los partidos nacionalistas se las arreglan para hacer pensar a los ciudadanos que su principal problema proviene precisamente de los peligros que acechan cuando una comunidad da el paso a constituirse como sociedad política. Los partidos nacionalistas plantean la política precisamente como un muro de contención necesario para que la sociedad vasca no dé el paso a constituirse como sociedad política.

¿Qué es lo que caracteriza a la sociedad política? El paso de la comunidad de tradición, de lengua, de nacimiento, a la consideración de sociedad, asociación voluntaria de ciudadanos soberanos. El paso de la situación de tribu a la situación en la que la pertenencia sentimental a un grupo humano no es lo primordial para la constitución de sociedad política. El paso del nebuloso y peligroso mundo de los sentimientos y de las identificaciones grupales al espacio de las leyes y del derecho. El paso de la consideración del colectivo como condicionante previo e indiscutido, como punto de partida indiscutible de la política, a la consideración del colectivo como resultado de la voluntad libre de los ciudadanos.

En eso consiste el paso del Antiguo Régimen a la época moderna de la democracia. Es el individuo como sujeto político en su igualdad ante la ley el eje sobre el que se construye la sociedad política. La superación del absolutismo se deriva de la liberación del sujeto político como ciudadano individual, alguien que deja de ser y valer por su pertenencia a un colectivo, por su identificación con un señor feudal, con un trozo de tierra, por su pertenencia a un grupo determinado de personas -varones, mujeres, creyentes de una confesión u otra, propietarios, siervos de la gleba, eclesiásticos, nobles-, para pasar a ser la fuente de la organización del poder.

Por eso la democracia como sistema político requiere no sólo de la legitimación derivada de la fuente del poder, el pueblo -pero como asociación voluntaria de individuos soberanos-, sino también del imperio del derecho y de la ley que limita el absolutismo de la soberanía. Cuando se cumplen las dos condiciones se puede afirmar que la sociedad política está constituida. La sociedad política no niega la existencia de identidades, de tradiciones, de confesiones religiosas, de comunidades culturales. No niega, no necesita negar siquiera la importancia de esos elementos para la vida de la sociedad. Lo que niega, lo que tiene que negar imperiosamente para poder ser sociedad política, es que la condición de ciudadanía, la condición de sujeto de derechos en condiciones de igualdad esté vinculada a ninguno de esos elementos.

En una sociedad política, alguien no es ciudadano por ser más vasco o menos vasco, más de aquí o menos de aquí. En una sociedad política, el sentimiento de identificación grupal no puede ser criterio de ciudadanía, ni de acceso al goce de derechos. En una sociedad política, lo que constituye la patria a la que se deben los sentimientos más altos son las normas de convivencia, las reglas que permiten la gestión de las diferencias, los procesos que garantizan la gestión de intereses, sentimientos e identidades distintos, plurales. Democracia sólo se puede entender como gestión de pluralismo. Como escribe Javier Echeverría, un sistema es tanto más ético cuanto más capaz es de pluralismo.

Los grupos, las comunidades pueden ser homogéneos. Es más: la homogeneidad puede ser condición para la conformación de grupos y comunidades. Pero dificulta e imposibilita la constitución de sociedades políticas. Dejando de lado el hecho de que la ortodoxia necesaria para el mantenimiento de la homogeneidad de los grupos y de las comunidades no políticas llevan dentro lo que Richard Sennet denomina el germen de la autodestrucción.

En Euskadi llevamos demasiado tiempo sin poder dar el paso a constituirnos como sociedad política. Seguimos hablando del espacio público de la democracia, el que es habitado por la sociedad política, como si de una casa se tratara, como si fuera un hogar: con el orden patriarcal o matriarcal del hogar y de la casa, con primogénitos y segundones, con herencias a repartir, con tercios de mejora y de libre disposición. En Euskadi seguimos hablando de la política como si ésta estuviera sujeta a las reglas de la casa, del hogar, de la hacienda, del señorío, del territorio, del solar. Y seguir hablando en el contexto de ese imaginario significa inclusiones y exclusiones no acordes a derecho, significa diferencias entre ciudadanos inaceptables en una sociedad política: unos son más de aquí que otros, unos son más fiables no por su capacidad técnica o profesional, sino simplemente por ser de aquí.

Seguir hablando de ser sólo vasco es una forma de hablar que todavía no refleja el paso a la sociedad política. Es una forma de hablar que sigue anclada en el Antiguo Régimen, en una época en la que lo importante era el colectivo al que se pertenece, y no el individuo como sujeto de derechos, igual ante la ley independientemente del grupo o grupos a los que pudiera pertenecer. Seguir hablando de aquí y de Madrid, de la dependencia de Madrid, siempre en un contexto de sentimientos de pertenencia, es resistirse a dar el paso del Antiguo Rrégimen a la sociedad política, la gran conquista de la modernidad.

En la sociedad política existe, ciertamente, una promesa de cosmopolitismo en el mejor sentido kantiano. Pero sin negarse a reconocer la importancia de las identidades, de los intereses, de los sentimientos. No existe inconveniente alguno en reconocer la importancia de dichos elementos, siempre que se afirmen en su pluralidad. Pero no pueden convertirse en el principal criterio de asignación de categoría ciudadana.

En el espacio del Antiguo Régimen la única articulación política que es posible es la que gira en torno al concepto absoluto y absolutista de la soberanía. Una articulación que, trasladada a la modernidad, no puede menos de provocar contradicciones sin fin. Por eso el debate sobre la soberanía sigue anclado en el Antiguo Régimen y no puede aportar solución alguna. Sólo conduce a aporías irresolubles.

La sociedad política, sin embargo, subraya el valor legitimatorio, aunque no exclusivo, de la fuente del poder, el pueblo -y conviene repetir, en cuanto asociación voluntaria de individuos soberanos-, pero sometido ese poder a la necesaria legitimación por el sometimiento al derecho y la ley. Sólo cuando se da este paso se constituye una sociedad política.

En Euskadi todavía andamos sin poder dar ese paso. Y no podemos darlo porque el o los diversos nacionalismos siguen empeñados en resolver las contradicciones que conlleva la articulación política sobre el eje de la soberanía, porque el o los diversos nacionalismos siguen empeñados en iniciar todo debate político en el a priori esencialista de un colectivo preexistente a toda sociedad política. Porque el o los nacionalismos siguen empeñados en poner el sentimiento, la identidad, la pertenencia grupal por encima del sujeto político que es el ciudadano igual ante la ley. Por todo ello, también en estas elecciones nos jugamos, una vez más, el dar o no dar el paso del Antiguo Régimen a la constitución de una sociedad política.

Por cierto: la única independencia posible es la que Xavier Rubert de Ventós formulaba como interdependencia sin interferencia. No conozco formulación más clara de la contradicción irresoluble que encierra el término independencia.

Joseba Arregui

El diario vasco (24.02.2009)

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