¿Hay que restaurar un sistema caducado, o en cualquier caso en declive, o hay que preparar el futuro?
En conjunto, estas medidas no introducen ninguna ruptura de fondo. Intentan volver a poner en marcha un sistema que ha entrado en disfuncionamiento; proponen remediar los efectos devastadores de la crisis volviendo a dar vida y salud a modos de funcionamiento prácticamente inalterados y simplemente un poco más controlados, ¿no se habla cada vez más de nacionalización de algunos bancos? Desde esta perspectiva la crisis es una purga y las respuestas, una restauración.
Pero introduzcamos una perspectiva histórica. La crisis inmobiliaria, entonces, deja de ser un punto de partida para convertirse sólo en un momento, ciertamente paroxístico, en los procesos inscritos en una mayor duración. De hecho, todo empezó a moverse a mediados de los años setenta. Recordemos simplemente algunos puntos decisivos.
En esa época, el liberalismo, precursor del neoliberalismo, comenzó a hacer su camino político y no ya sólo ideológico, por ejemplo en el Chile de Pinochet, abriéndose a los Chicago Boys, y los modelos de desarrollo de los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial empezaron a dar signos evidentes de agotamiento. También en esa época se empezó a hablar de la crisis del Estado-providencia mientras en la industria los sistemas de organización del trabajo basados en el taylorismo cedían terreno en beneficio de formas inéditas de dirección, importadas por ejemplo a Occidente desde Japón. En muchas empresas gran parte de los trabajadores no cualificados pasaron a ser superfluos y los problemas de exclusión social y de precariedad devinieron básicos, al tiempo que el paro y el incremento de las desigualdades caracterizaban cada vez más las sociedades.
Paralelamente, nuevos valores venían a desafiar a los más clásicos: aparecía el ecologismo político, se despertaban las identidades culturales específicas y pedían ser reconocidas en el espacio público, el movimiento obrero languidecía y aparecían nuevos movimientos sociales y culturales. Los sociólogos han hablado de cambio de tipo de sociedad y, a falta de vocabulario apropiado, el prefijo post se convirtió en el gran comodín: postindustrial, posmoderno, poscolonial, posnacional, etcétera.
Las transformaciones internas en las sociedades no deben hacer olvidar las considerables modificaciones del orden mundial que se produjeron tras el declive de la Unión Soviética, comenzado con Brezhnev y acabando en los años ochenta con el fin de la guerra fría. Desde entonces el espacio de la globalización se abrió, engullendo a China, y actualmente hablamos de los países emergentes, los BRIC (Brasil, Rusia, India, China).
Seguramente deberíamos de ser más precisos. Pero si aceptamos este paso en perspectiva histórica, entonces la actual crisis reviste otro significado. Viene a decirnos que el mundo se ha transformado, que nuevas configuraciones, nuevas relaciones de fuerza han aparecido, que hay que pensar en términos de multipolaridad y no solamente de conflicto Este-Oeste o de supremacía absoluta de EE. UU. Significa que la estructura de nuestras sociedades cambia, que por ejemplo aparecen nuevas clases medias (en los BRIC) y otras están en caída, o imposibilitadas de constituirse (en Occidente, con las víctimas estadounidenses de las subprime).
La crisis así entendida traduce ciertamente la deriva financiera y bancaria, pero también acentúa los reajustes y cambios importantes que sólo se comprenden remontándonos en el tiempo. Y para afrontarla no basta contentarse con planes de relanzamiento o de salvamento, porque esos planes no nos proyectan a una lógica de cambio o de mutación, no inventan un futuro nuevo, no tienen prácticamente en cuenta ni la densidad histórica de los problemas ni los nuevos valores propuestos para afrontarlos, son como mucho profecías y utopías ecologistas que, por ejemplo, dibujaba en su tiempo Ivan Illich.
Ilustremos este punto. Hay que ayudar al sector inmobiliario a relanzarse, pero ¿quién inscribe esa ayuda en una reflexión renovada sobre la ciudad, el urbanismo, teniendo en cuenta el medio ambiente, el coste de la energía, y asociándolo a una política de investigación sobre los materiales o el calentamiento global? También hay que salvar a la industria automovilística, pero esa salvación poco tiene que ver con una reflexión general sobre el modo en que nos desplazamos, sobre la polución, el coste de la energía.
¿Ceguera? No sólo. Tras los planes de urgencia está la cuestión de los puestos de trabajo que salvar, del poder adquisitivo que mantener. Surge un dilema: ¿hay que solucionar lo más urgente, simplemente restaurando un sistema caducado, en muchos aspectos agotado, en cualquier caso en declive, o bien hay que preparar el futuro e inventar nuevos modos de vivir juntos pero con el riesgo de sacrificar las condiciones de existencia de partes enteras de la población? Es contraproducente restaurar a un alto precio el sistema antiguo, pero es muy costoso protegerse ante un nuevo sistema. ¿Es posible combinar los dos registros, salvar el empleo y la economía actuales, lanzándose por ejemplo a la industria verde? El único responsable político que hasta ahora se ha expresado claramente a favor de esta visión es Barack Obama: hay que desear que la campaña para las elecciones europeas sea la ocasión para que el Viejo Continente vaya también por este camino.
Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa
M. Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París
La Vanguardia (16.02.2009)
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