Los límites de la crítica

Julia García-ValdecasasLa semana pasada murió a edad demasiado temprana Julia García-Valdecasas, durante siete años delegada del Gobierno en Catalunya y después, por unos breves meses, ministra de Administraciones Públicas en el último gobierno de Aznar. Los periódicos, como es natural, se hicieron eco de la triste noticia y en artículos y necrológicas recordaron con viva simpatía a la fallecida, destacando sus muchas virtudes, tanto privadas como públicas. A su entierro acudió una gran multitud de personas en un justo homenaje, entre ellas relevantes políticos y personalidades de los medios de comunicación.

Un recién llegado a Barcelona que desconociera los entresijos de nuestra historia reciente pensaría que siempre ha existido un amplio consenso entre la clase política sobre la alta valoración de la fallecida en el desempeño de sus cargos públicos. Sin embargo, cualquiera que recuerde lo que sucedía en aquellos tiempos sabe que la realidad fue otra: Julia García-Valdecasas fue objeto de injustificados ataques, continuas burlas, bromas de muy mal gusto, todo ello en medio de un degradante pitorreo que aguantó con sobrio estoicismo. Quizás algunos responsables, por activa o por pasiva, de estas vergonzosas actitudes vejatorias asistieron a los funerales y dieron el pésame a la familia: ¿lo hicieron con la conciencia tranquila?

La crítica a los personajes públicos tiene sus límites, tanto jurídicos como éticos. No voy a entrar hoy en los límites jurídicos, que son bien conocidos, aunque, en ocasiones, son de complicada aplicación, especialmente los que se refieren al honor y a la intimidad de las personas. Pero aquí, con frecuencia, nos saltamos a la torera los límites éticos, los de la ética periodística y los de la ética política. Todo ello se hace, naturalmente, ante el silencio de los ciudadanos, en medio de una aparente complacencia general. La culpa, por tanto, es un poco de todos, de una clase política dominante muy activa, a quien le corresponde la principal responsabilidad, pero también de una ciudadanía demasiado pasiva.

Recuerden el recochineo que se montó, hace ya tiempo, con los chistes sobre el ministro Morán, tachándolo de tonto, cuando precisamente era hombre de más que sobrados conocimientos; o el absurdo empeño, sin fundamento alguno, de que Carod-Rovira se llamaba Pérez en lugar de Carod, cosa que de tanto repetirla llegó a calar en la opinión pública; o las constantes chanzas que hoy debe soportar Magdalena Álvarez, por los motivos más diversos excepto los únicos que deben contar en una crítica política, es decir, su actuación como ministra de Obras Públicas: nadie valora -en bien o en mal, da lo mismo- los miles de kilómetros de vías férreas y autovías o los nuevos y renovados puertos y aeropuertos que se han construido bajo su mandato.

Por último, no deja de ser chocante que el programa más visto de TV3 sea Polònia, explícitamente caricaturesco, pero que para muchos es el vivo retrato de nuestra vida política, aunque, bien mirado, no pasa de ser un producto estético de tan ínfima estofa como pueden ser, en otro ámbito, el Aquí hay tomate u otras parecidas bazofias de la televisión rosa.

En este punto es donde se falta a la ética, a la periodística y a la política. Se falta a la ética cuando a los políticos no se les critica por las actuaciones de las que son responsables sino por razones personales, verdaderas o falsas, en ocasiones nada infamantes, que nada tienen que ver con su actividad pública.

A Julia García-Valdecasas se la criticó sobre todo por dos motivos de esta índole.

Primero, porque hablaba un catalán notoriamente mejorable, dado que no era el idioma que habitualmente utilizaba, y quizás también porque el tono en el que hablaba castellano era el propio de muchos barceloneses que han vivido siempre entre Sant Gervasi y Pedralbes, las zonas de la Barcelona pija, para decirlo con toda claridad.

Segundo, porque su padre, catedrático de la universidad, por cierto discípulo de Juan Negrín y maestro de Josep Laporte, fue el rector que a fines de los sesenta expulsó de la universidad por razones políticas a un buen número de estudiantes y profesores. Incluso algunos la descalificaban sin más porque un lejano pariente suyo tuvo un cierto protagonismo en la fundación de la Falange en 1933.

El primer motivo es obviamente irrisorio y respecto del segundo no tenía responsabilidad alguna. En ambos casos había un punto de partida inaceptable: no se pretendía criticar su acción de gobierno, sino deslegitimarla de entrada ante la opinión pública por anticatalana, franquista y hasta falangista.

No se criticaba a una persona pública, sino que se linchaba mediáticamente sin ningún miramiento a una persona privada por razones mal fundamentadas o en las que no tenía responsabilidad alguna. Incluso el claustro de mi universidad -por muy escaso margen de votos- llegó a declararla persona non grata por haber permitido la entrada de la policía en su recinto por motivos más que justificados. Recientemente, algunos profesores, quizás entre ellos algún miembro de aquel claustro que votó contra la delegada del Gobierno, han reclamado la presencia policial para que se pueda desarrollar con normalidad la vida académica.

La crítica política debe tener unos límites: sólo pueden criticarse, siempre con razones, aquellas actuaciones que tengan un interés público. Afortunadamente, aunque tarde, se le han reconocido a Julia García-Valdecasas sus méritos públicos y sus muchas virtudes privadas.

Francesc de Carreras, Catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

La Vanguardia (12.02.2009)

Sé el primero en comentar en «Los límites de la crítica»

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Traducción »