En aquella época, cuando Sabina cantaba esa canción y los demás la interpretábamos, la gente de orden se hacía cruces al vernos en la calle de madrugada. Crestas de colores, chupas de cuero negro con faldas de tul y botas militares, maquillajes tan excesivos como las hombreras, Madrid se divertía, y divertía a quien lo contemplaba. La ciudad se movía con la bendición de sus autoridades, hasta que se paró en seco. Otras autoridades impusieron otras tradiciones, insólitas procesiones de Semana Santa, inauditas ofrendas florales a la Almudena, y una noche más clara, más pálida, casi gris perla, para que la gente de orden afirmara que ya podía recogerse cada noche con la tranquilidad de antes.
En aquella época, cuando me pasaba la vida rebuscando en Saldos Arias y no volvía a mi casa hasta el amanecer, nunca vi una pistola, ni un muerto tirado en la calle. Lo recuerdo ahora, en estas noches nigérrimas, trágicas, de bandas armadas y tiroteos callejeros, en las que mueren delincuentes impecablemente vestidos que alternan con jueces y gente bien de toda la vida en las bodas de sus capos, que se casan por la Iglesia y con chaqué. Es difícil desentrañar la maraña de esta cloaca nocturna que algunos cadáveres han sacado a la luz, pero las interconexiones de las mafias de porteros con las redes de corrupción policial y de compra-venta de licencias y permisos parecen ya evidentes, más allá de la elegancia indumentaria que unifica a todos los detenidos.
En aquella época, cuando yo nunca tenía miedo de noche, en la calle, no entendía por qué le dábamos miedo a tanta gente. Ahora, los que me dan miedo son ellos, los representantes nocturnos de la autoridad, porteros, guardaespaldas, policías, y ciertos clientes que dejan sus deportivos abiertos en doble fila. La gente de orden por fin ha conseguido que todos volvamos a ser sospechosos.
Almudena Grandes
El País (19.01.2009)
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