La falsa necesidad de Reformar la Constitución

Los ponentes de la Constitución española de 1978, llamados popularmente 'padres de la constitución'Han transcurrido 30 años desde la aprobación de nuestra Constitución y creo que quienes contribuimos –desde nuestra modesta condición de ciudadanos de a pie– a su consolidación tenemos motivos para sentirnos orgullosos de un logro excepcional en la moderna historia de España. Ese éxito es consecuencia, naturalmente,del sentido común y la prudencia de nuestros representantes políticos en el momento de la Transición pero, sobre todo, es el resultado de la voluntad colectiva de una ciudadanía convencida de que la bondad del tránsito a la democracia compensaba con creces los sacrificios de cualesquiera “máximos” a los que cada cual pudiera aspirar.

Aunque nunca han faltado, hoy empiezan a ser numerosas las voces que claman por una “actualización”, “modernización” o, simplemente, una “reforma” de nuestra norma fundamental. Nadie, obsérvese bien, ni siquiera los grupos interesados en la destrucción del Estado, aboga por una reelaboración integral, sino que, en todos los casos, se piensa en una labor de parcheado que afectaría a áreas más o menos extensas, más o menos cruciales del texto original. En realidad, quienes agitan las aguas de la reforma se mueven más por estrategia política que por genuino deseo de cambio. La mejor prueba de ello la tenemos en las recientes negaciones –a lo San Pedro– de nuestro Presidente de Gobierno después de haber prometido la reforma en el programa electoral de la anterior legislatura.

Es un viejo adagio jurídico que, cuando se analiza una norma, debe preguntarse: qui prodest?, es decir, a quién beneficia. Lo mismo cabría hacer respecto a las distintas alternativas de modificación constitucional que se presentan hoy en liza. Lejos de coincidir todas en el objetivo único del bien común y de diferir en los métodos para alcanzarlo, las opciones son fácilmente clasificables, precisamente, por la divergencia de sus propósitos, de manera que se hace muy fácil identificar a sus promotores y evidenciar los beneficios que esperan alcanzar.

1.Citaría, en primer lugar, a aquellos que no se ocupan de la reforma porque desean ignorar la Constitución o, mejor, desbordarla con una política de hechos consumados. Entre ellos se encuentran quienes abogan por fórmulas que empiezan en la reivindicación de un discutido derecho de autodeterminación como puente hacia el desmantelamiento del Estado. Para ellos, la discusión sobre la modificación de la Constitución carece de sentido por cuanto representa el marco común con el que desean romper. Últimamente, han tomado la Corona como blanco sensible desde el que deshacerse de forma simbólica del paraguas constitucional.

2.A continuación, cabría mencionar a quienes aspiran a introducir cambios que permitan una ampliación de los márgenes de autonomía regional con diversos matices el más “atrevido” de los cuales fijaría la meta en un estado confederal. En esta línea estarían los partidos del nacionalismo llamado “moderado” y, probablemente, una parte de los componentes de la Federación del PSOE (y es posible que incluso un sector de los grupos que se integran en el PP).

3.Por último, están los que desean que se modifique lo necesario para fijar el techo autonómico –e, incluso, para hacer que el estado recupere parte de las competencias cedidas donde se haya demostrado la inviabilidad de la gestión común– con la pretensión de acabar así “de una vez por todas” con la incesante vindicación nacionalista, a la que se van agregando gustosos los recién llegados a los nuevos poderes autonómicos.

Sin pretender ser exhaustivo, las modificaciones sobre las que se discute se centran en la estructura del Estado (Título VIII), la Corona, el papel de las Cámaras, los derechos históricos o el sistema electoral. Todos ellos conforman aspectos sustanciales del marco en el que hemos venido sobrellevando nuestra convivencia.

Y, sin embargo… Voces autorizadas han puesto de manifiesto hasta qué punto la reforma constitucional es una tarea de titanes en la que las perspectivas de éxito son escasas. La mayoría legalmente necesaria para acometerla, dos tercios de la Cámara, hace inviable cualquier iniciativa que no cuente con el respaldo de los dos principales partidos. Y el clima de consenso, el sentimiento de participación en una tarea colectiva de alcance histórico, hace ya tiempo que fue barrido de la vida política nacional. El sectarismo se ha readueñado de la calle.

En la actual coyuntura, me siento tentado de apostar por dejar la Constitución tal como está. ¿Por qué? Es indudable que, por sabios que hubiesen sido sus redactores, todo documento nace de un determinado contexto y envejece junto con él. Y ciertamente, no hay en ella nada sagrado, salvo para aquellas generaciones para quienes representa el culmen de sus metas políticas y la consideran como algo “suyo”, intocable. Sin embargo, al margen de la dificultad del acuerdo, hay otras razones de prudencia que aconsejan no empantanar la vida colectiva y acelerar la descomposición social con la esperanza de un futuro más que incierto (tal como ha ocurrido en Cataluña con el Estatut, cuyos coletazos aun estamos sufriendo).

Ninguna reforma puede alterar significativamente el marco de convivencia salvo que se aborde una modificación profunda del Título I (del que nadie habla), que introduce los valores fundamentales en torno a los cuales se articula el resto del ordenamiento. Es en él donde se estipula que el centro del orden constitucional lo constituye la persona y su dignidad, actuando con libre determinación como miembro de una sociedad libre. Es difícil que, tomando este eje como referencia puedan esgrimirse identidades grupales o, incluso ¡ay! derechos históricos. Lo que nos lleva directamente a la segunda cuestión.

Puede llegarse muy lejos en la introducción de cambios sin necesidad de modificar la Constitución porque, al fin y al cabo, sólo determina un conjunto de condiciones de carácter general que son compatibles con muchas formas distintas de organizar la vida colectiva. En estos 30 años hemos podido ver transformaciones espectaculares que se han producido sin desbordar (?) sus límites. Podríamos avanzar o retroceder en el Estado autonómico sin cambiar una coma del texto constitucional.

Cuatro días después de la discretísima celebración del trigésimo aniversario de nuestra Carta Magna, se cumplió otro si cabe más silente, el sexagésimo de la declaración Universal de los Derechos Humanos. También este documento está necesitado de reforma y también es cierto para él que es casi imposible alcanzar el consenso necesario para abordarla. ¿Deberíamos destapar la caja de los truenos y arruinar su utilidad como horizonte de valores (ya que no como documento normativo) en un debate sin fin cuya única conclusión posible sería la pérdida del respeto hacia, y la relativización de, cada uno de sus principios?

Con la mejor de las intenciones, no hagamos el caldo gordo a los que más interesados se muestran en abordar la reforma constitucional. Son los que desean el desprestigio del Estado o los que aspiran a aumentar sus cotas de poder. Con la esperanza de introducir cambios “racionales” podemos vernos impulsados a fomentar el debate y encontrarnos enredados en un trama de la que todos vamos a salir escaldados.

Boletín "TOLERANCIA" – Asociación por la Tolerancia – Diciembre 2008

[Puede leerse una opinión contraria en este artículo de FRANCISCO J. LAPORTA (EL PAÍS – 18/12/2008) titulado: La rigidez constitucional y otras perversiones, también aparecido en esta web: para leerlo piche aquí]

 Antonio Roig

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