El título del espléndido documental de Juan Vicente Córdoba, una de las películas más emocionantes, y la más triste que he visto últimamente, evoca las chabolas que florecían bajo la luna en el Pozo del Tío Raimundo, en las décadas de 1950 y 1960. Los inmigrantes andaluces y manchegos que llegaban a Madrid buscando un futuro con las manos vacías tenían que levantar cuatro paredes y un techo antes del amanecer. Lo lograban con la ayuda de los vecinos, que, si hacía falta, les prestaban sus muebles, y hasta a sus hijos, para que al día siguiente la policía encontrara una casa habitada y no la echara abajo.
Así, a base de voluntad, de constancia y de solidaridad, aquel lodazal de infraviviendas se convirtió en un barrio confortable y algo más, un símbolo de la superación personal y colectiva, célebre por sus exitosos experimentos sociales. Ahora, el Pozo destaca por su índice de fracaso escolar, el segundo de España. Siete de cada diez nietos de aquellos luchadores que se apuntaban a la escuela con 40 años, para aprender a leer y a escribir después del trabajo, la abandonan hoy antes de tiempo.
Ignorantes, arrogantes, pródigos en tintes y escarificaciones, miran a la cámara y dicen que el trabajo español es para los españoles, que los inmigrantes ecuatorianos huelen mal y que estudiar es de pringados. Ajenos a la cultura del esfuerzo y la recompensa, que identifican con la pobreza, se sienten cómodos en una sociedad desmemoriada, insolidaria y autocomplaciente, que desconfía de la enseñanza pública y fomenta la admiración por la riqueza privada. Han despreciado oportunidades que nadie de su familia ha tenido antes que ellos, pero no dan sólo rabia. También dan pena. Porque, si es verdad que la crisis todavía no ha tocado fondo, no van a valer ni para poner un ladrillo encima de otro en una noche de luna llena.
Almudena Grandes
El País (8.12.2008)
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