Este texto es trascripción de la conferencia dictada el 6 de diciembre de 1998 en la Casa Elizalde, como parte de un ciclo organizado por la Asociación por la Tolerancia para conmemorar el vigésimo aniversario de la Constitución española. Es curioso volverlo a releer hoy, cuando algunos de sus comentarios resultan de una cándida ingenuidad a la vista del larguísimo trecho recorrido por los partidos nacionalistas en pos de sus objetivos “soberanistas”.
Desde su aprobación en 1978, la enseñanza de la norma constitucional española ha sufrido diversos avatares. Pero, finalmente, en virtud de la Ley 19/1979, se incorporó al Bachillerato, de pleno derecho, con la categoría de complemento de la asignatura de Historia de España, que se impartía en tercer curso. De las cinco horas que corresponden a esa disciplina una debiera haberse dedicado al conocimiento de la Constitución. Ahora bien, dos factores se coaligaron para ir reduciendo ese, ya de por sí exiguo, papel. Por un lado, la sensación, siempre tan presente entre el profesorado, de que no va a ser posible dar cumplida satisfacción de la enormidad del programa. Las horas que debían dedicarse a los textos constitucionales se aprovechaban como el «cojín de aire» salvador que permitía llegar más desahogadamente a final de curso. Sin ninguna mala conciencia, por otra parte, porque, plenamente convencidos de la importancia del conocimiento de la Historia, no lo estamos, en cambio, de la trascendencia de la difusión del contenido de nuestra «Carta Magna». En segundo lugar, en muchas Comunidades Autónomas, un nacionalismo interesado y miope, bien sea desde las esferas del poder, bien desde la actuación misma de las personas, trata de olvidar o hacer olvidar la existencia de ese documento, molesto recordatorio del cordón umbilical que les mantiene tutorialmente atados a la ubre/sacaleches del Estado central (¿centralista?). Son de todos conocidas las relaciones edípicas, que alternan amor y odio, de los nacionalismos periféricos con esta ubre central.
Puedo ofrecer algunos ejemplos para ratificar el punto de vista anteriormente vertido, aunque estoy seguro que la experiencia personal de cualquiera de mis lectores puede enriquecerlos sobradamente. El Departament d'Acció Cívica de la Generalitat de Catalunya(¿no es un nombre extraño para un departamento ministerial?), sin ir más lejos, repartió por las escuelas, y centros de enseñanza en general, durante varios años consecutivos (lo que excluye el error o el olvido involuntario), un calendario de efemérides con el fin de darle difusión en las aulas. En él se resaltaban una buena cantidad de días «memorables» por su especial significación popular, política o internacional: el Día de la mujer trabajadora, el Día de los Derechos Humanos, el Onze de setembre… pero no se mencionaba el Día de la Constitución.
Con el despliegue de la LOGSE nos encontramos ante un nuevo factor que complica aún más el panorama, pese a que la prudencia del legislador le hizo introducir una disposición final para garantizar la continuidad del mandato contenido en la ley 19/1979. Al reparto de competencias que supone la desigual distribución de los poderes autonómicos, se suma la capacidad que cada centro tiene – por lo menos en el plano teórico – para determinar el contenido concreto de los programas (una nueva ocasión para levantar esas barreras imaginarias que, según J.J.Rousseau, separan a los pueblos). Para hacerse una idea de lo que significa el traspaso de competencias y el modo como lo están utilizando ciertas autonomías, recomiendo encarecidamente, a quien no lo haya hecho aún, que lea con detenimiento tanto los objetivos generales encomendados a la Educación Secundaria, como los particulares del área de Sociales. No cabe esperar que la iniciativa de incluir el estudio de la Constitución entre las enseñanzas básicas proceda de las Comunidades autónomas, inmersas, como están, en un proceso centrífugo en el que, como se ha señalado, pareceinteresarles más apuntar en la dirección contraria. Las Comunidades, exageradamente escrupulosas de sus competencias, entienden que deben ocuparse únicamente de lo propio y que deben inhibirse de lo común. Transcribo los siguientes párrafos del Decreto 96/1992 de 28 de Abril, de la Generalitat de Catalunya, por el que se establece la ordenación de las enseñanzas de educación secundaria obligatoria. Corresponden a la introducción del Área de Ciencias Sociales:
"Las Ciencias sociales van dirigidas a unos individuos que son los jóvenes ciudadanos de una nación (Catalunya), enmarcada en un Estado (España), en una identidad gen‚rica (cristiano-occidental), en un mundo en el que se articulan otras cosmovisiones e identidades.
"Cataluña es el medio nacional de estos futuros ciudadanos adultos; por tanto, las características plurales y diversas de la nación catalana, como también su historia, vertebran y están presentes necesariamente en la configuración de los contenidos del área como expresión de una identidad propia"(D.O.G. nº 1593, 13.5.1992, pág. 2767)
Por si quedaran aun algunas dudas, nos lo explican las palabras del «ex-conseller» de la Generalitat, Sr. Ardévol, que recogía La Vanguardia del 29-111-1994: «El proceso de normalización del catalán no requiere sólo de su conocimiento, sino que asimismo demanda la creación de una conciencia nacional.» (la cursivaes mía y no es necesario que mencione a qué nación se refiere). Tampoco necesito extenderme en mis argumentos, porque aunque estas palabras podían sonar escandalosas en 1994, la realidad ha avanzado tan aprisa desde entonces que empezamos a verlas «normales» o «moderadas». Ya han entrado en los planes de estudio (a través de los programas de Ciencias Sociales) los elementos ideológicos necesarios para la formación de esa conciencia. El siguiente paso será su conversión en una materia, o «crédito» según se dice ahora, que podría llevar por título: Formación de la Conciencia Nacional (o mejor «de la Emoción», como sugieren las cada vez más frecuentes declaraciones de Pujol o Pujals; así podrían aprovecharse las portadas de aquellos libros de infausta memoria, maravillosamente editados por Doncel: F.E.N.).
Mientras que Francia y Alemania progresan en el sentido de fijar pautas y libros de texto comunes para enseñar la Historia, en una loable iniciativa, más eficaz que veinte tratados de Versalles, aquí parece vivirse el fenómeno opuesto. Las Comunidades, exageradamente escrupulosas de sus competencias, en el mejor de los casos entienden que deben ocuparse únicamente de lo propio y que deben inhibirse de lo común, cuando no tratan abiertamente de desprenderse de ello, como en el caso que tenemos más cerca.
¿Qué hacer frente a esa realidad? Estimo que el país que deseamos es el que tan bien describía Antonio Muñoz Molina en El País, 9-XI-97, «La historia y el olvido».: «La España en la que a mí me gusta vivir es tan plural en historias como en paisajes y en idiomas: Pero sería terrible que se confundiera la pluralidad con una yuxtaposición de esa clase de colectividades monolíticas – de lengua, de religión, de raza -a las que aspira siempre el nacionalismo. Preferir la historia y la razón frente a la mitología y la reverencia a los dogmas supone preferir también la ciudadana soberana y solidaria a la adscripción genética a un pueblo.»
Con ese modelo como horizonte, debemos tomar en consideración las reflexiones siguientes en torno a la enseñanza de la Constitución. La Constitución es el único eje que puede aglutinar a los distintos pueblos de España y el único que, en la actualidad, puede vertebrar la cohesión del Estado. La Constitución es el espejo en el que cada Comunidad puede mirar para reconocerse en su origen presente y en sus vínculos comunes con el resto de las comunidades. Cataluña, por ejemplo, podrá tal vez presumir de mil años de historia, pero todo el enorme peso de esa tradición sería absolutamente inicuo sin el reconocimiento legal de su capacidad de autogobierno, nacida del hecho constitucional contemporáneo, es decir, de la libre voluntad de los ciudadanos movida por un espíritu solidario y una plena sintonía, raramente conseguida después.
El conocimiento de la Constitución es un excelente vehículo para formar verdaderos ciudadanos. El carácter «consensuado» o «pactado» de la mayoría de sus preceptos, independientemente de las razones históricas que lo explican, ofrece un paradigma de moral «laica», de moral democrática. «La educación también contribuye a preparar al hombre para la convivencia y el respeto mutuo, al ser indispensable para ello una cierta cultura política. En este sentido, la Constitución es una materia de enseñanza obligatoria según la Ley.», así reza el comentario de Ramón Tamames en Introducción a la Constitución Española (1982). Se trata de un ejemplo de resolución pacífica de conflictos que, sin duda, vale la pena difundir, especialmente cuando incluso la cultísima Europa presente nos abochorna con tan variados contraejemplos. Raül Romeva, investigador en paz y desarme del centro UNESCO de Cataluña, define así los objetivos para la construcción de una cultura de la paz, de una cultura al servicio del lema si quieres la paz, ¡prepara la paz!: "Educar per la pau, els drets humans, la democràcia, l'entesa internacional i la tolerància. Promoure els drets humans, la democràcia i la lluita contra qualsevol mena de discriminació. Difondre la pluralitat cultural, i el diàleg intercultural com a valors enriquidors. Prevenir i transformar positivament els conflictes, i construir i consolidar la pau en períodes postconflicte".
¿Estos objetivos valen solamente referidos a nuestras relaciones con terceros países o terceras culturas? ¿Acaso no es la Constitución el modelo más práctico de lo que significa resolución no violenta de conflictos? ¿Por qué menospreciar un instrumento educativo que tenemos tan cerca, tan real?
La edad no es obstáculo alguno. Creo que mi experiencia docente, aunque en campo ajeno, me autoriza para afirmar que no hay ningún argumento técnico (que no esté políticamente escorado) que impida la enseñanza de la Constitución. Cuando, por ejemplo, se dice que se trata de cuestiones legales demasiado abstrusas para el nivel obligatorio de la enseñanza, hay que denunciar que ésta no es una razón de peso. No es necesaria la lectura literal de los textos, puede procederse a su adaptación y, hoy, se dispone de variados y eficaces recursos didácticos.
En suma, el conjunto de los hechos y reflexiones anteriores explican la propuesta que sigue. A mi parecer en el último curso de la Educación Secundaria Obligatoria se debería instaurar la enseñanza de la Constitución (y de los Estatutos de cada Comunidad Autónoma, si se desea) en sus aspectos más relevantes y menos técnicos. La elección de los contenidos debería responder a los siguientes objetivos:
- Conocer cuáles son los derechos y deberes fundamentales (lo que a su vez es un derecho, un deber y una necesidad personales), acompañado de una reflexión sobre su fundamento.
- Familiarizarse con una serie de términos tales como «estado», «nación», «pluralismo», «parlamentarismo», «justicia», etc., herramientas indispensables incluso para las tareas más sencillas, como la simple lectura del periódico; por no hablar del ejercicio de los derechos políticos.
- Tomar conciencia de la lección histórica que significa el que la libre voluntad de los ciudadanos, movidos por el deseo de entenderse, se otorgue una ley por vía de pacto. O lo que es lo mismo, aprender de forma práctica el sentido de los conceptos «soberanía popular» y re solución de conflictos por consenso.
Estoy convencido de que la actual estructura del área de sociales no garantiza la consecución de estas metas, muy especialmente en las Comunidades con competencias en educación. Por ello, invito a los lectores a que se sumen a la propuesta y se pongan manos a la obra para impulsar la extensión de la misma.
Tal vez, además, debiéramos reconsiderar la decisión que se tomó en su día de no dar carácter de Fiesta Nacional a la celebración de la Constitución. Entonces pareció que no se debía sacralizar excesivamente un documento que se entendía como exclusivamente laico, perteneciente únicamente a la esfera de la voluntad popular. Éramos muchos quienes sentíamos una especie de mala conciencia histórica y procurábamos marcar distancias con el nacionalismo confesional y esencialista del régimen anterior, sin darnos cuenta en nuestra ingenuidad de a qué estábamos abriendo las puertas. La huida de los pantanos franquistas nos ha hecho caer de bruces en los lodazales de los otros nacionalismos, esos que, en frase de Sigmund Freud, padecen el «narcisismo de las pequeñas diferencias». La Constitución es históricamente la representación de lo que «democracia» significa para los españoles; es la representación de la «Ley». Exijamos que se enseñe la Ley de leyes, para que no tengamos que recordar a John Locke cuando decía: "allá donde la Ley acaba, empieza la tiranía".
Antonio Roig-6 de diciembre de 1998
izquierdaliberal (6.12.2008)
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