Tras 28 años de hegemonía nacionalista, se multiplican los inquietantes síntomas de fractura en la sociedad catalana, particularmente grave entre las nuevas generaciones. Sirva este texto como un mensaje en la botella, como una señal de alarma ante un silencioso proceso que apenas es mencionado por los medios de comunicación del país.
Suele afirmarse que la juventud es el futuro de un país. En Catalunya se está produciendo una inquietante polarización social e identitaria entre la juventud trabajadora de los barrios de la periferia, de lengua castellana y la juventud de las clases medias de los centros urbanos y de lengua catalana. Un fenómeno difícil de registrar en términos estadísticos pero que resulta perceptible para un observador mínimamente atento de la sociedad catalana.
En la etapa final del franquismo y al principio de la Transición, la oposición a la dictadura, en torno a las organizaciones de izquierda y particularmente del PSUC, fue el punto de encuentro entre los sectores más conscientes de la juventud de ambas clases sociales. Entonces, el factor identitario, aunque relevante, no ocupaba la centralidad que ha asumido actualmente. El posicionamiento ideológico en torno al vector franquismo/democracia, derecha/izquierda trazaba la frontera que, al mismo tiempo, dividía y unía a los jóvenes de los 60 y 70. La reivindicación de los derechos nacionales y la lengua catalana era asumida por amplios sectores de la juventud obrera como uno de los puntos esenciales de la lucha democrática en Catalunya. No obstante, Alfonso Carlos Comín y Juan N. García-Nieto, impulsores del grupo Cristianos por el Socialismo, observaron en 1974, a través de una encuesta sociológica realizada en Cornellà, en el corazón del área metropolitana de Barcelona, una tendencia que, con el correr de los años, se haría hegemónica.
A su juicio, el problema de la cultura catalana radica en su limitación a “un área cuyo epicentro queda totalitariamente determinado por la lengua” y cuya base social procede de “la izquierda cultural de la pequeño burguesía radicalizada, como de sectores de la burguesía catalana con menor capacidad”. En los años del desarrollismo amplios segmentos de la clase obrera autóctona se promocionaron, abandonando el trabajo manual por funciones de supervisión y convirtiéndose en cargos de confianza de las empresas. En el otro extremo se encontraban los inmigrantes procedentes en su mayoría del sur de España en proceso de asentamiento. Frente a las tesis integracionistas que parten de la “convicción de la inferioridad del otro” y que “supone apriorísticamente que los inmigrantes no pueden aportar ninguna clase de valores propios capaces de enriquecer a la sociedad receptora”, el inmigrante joven muestra una gran capacidad de innovación y no se somete a las presiones integracionista de ésta, aunque no manifiestan ningún rechazo por la lengua y culturas catalanas. Por el contrario, se muestran abiertos a enraizarse en el nuevo país, pero al hacerlo remueven la sociedad receptora y “entre otros problemas plantean la cuestión del bilingüismo”, rechazada explícitamente por los ideólogos del entonces nuevo catalanismo. Esta situación provoca “un grave vacío histórico” que se intenta suplir recordando ritualmente las viejas reivindicaciones catalanistas.
Comín y García-Nieto apostaban por un proceso ósmosis entre los jóvenes de la vanguardia obrera y los de los sectores radicales de la pequeña burguesía, que entonces militaban en la misma organización política, a fin de crear “unos nuevos valores populares” (1). La brutal crisis económica de finales de los 70, que destruyó el modelo fordista de desarrollo capitalista con sus grandes concentraciones fabriles, y el estallido del PSUC no sólo volvieron inviable este proceso, sino que iniciaron una evolución en sentido diametralmente opuesto.
Como ha señalado Josep Maria Fradera, el ascenso y consolidación el pujolismo se produjo en un contexto marcado por “la caída de las oportunidades de empleo de la clase media catalana”. El acceso a la condición de funcionario de la Generalitat se convirtió en la tabla de salvación “para unos sectores indefensos y muy vulnerables psicológicamente ante el cambio social provocado por la reestructuración del sistema productivo”. Este fue también uno de los elementos que explican la condescendencia y la débil oposición ejercida por PSC e IC al régimen pujolista, en la medida que estas formaciones imitaron su ejemplo en las áreas de poder municipal que controlaban y que fueron cubiertas por cuadros procedentes de las clases medias. (2) De este modo, se produjo una curiosa inversión hegeliana de uno de los lugares comunes del imaginario del catalanismo, consistente en la contraposición de la improductiva e ineficaz burocracia castellana con el laborioso y emprendedor empresario catalán creador de riqueza y del contraste al somnoliento campesino mesetario frente al despierto obrero del país. Ahora, el funcionariado devino el refugio de los retoños de las clases medias. En este marco se explica no sólo la enorme expansión burocrática de la administración autonómica, sino la adhesión de amplios estratos de la pequeña burguesía al imaginario simbólico pujolista que, al fin y al cabo, les aseguró puestos de trabajo y prestigio social.
La escuela y los medios de comunicación de la Generalitat, TV3 y Catalunya Ràdio, jugaron un papel primordial en la difusión de los valores del nuevo catalanismo que sirvieron de argamasa ideológica a unas clases medias depauperadas y desorientadas. Se generó un esquema binario y simple que no requería grandes esfuerzos intelectuales: todo lo genuinamente catalán era positivo y superior frente al carácter negativo e inferior de todo lo proveniente del resto de España. Ello a despecho de las grandes transformaciones modernizadoras al otro lado del Ebro y al contenido aparentemente xenófobo de estos planteamientos que impregnó muchas manifestaciones de la vida pública catalana, vistiendo increíblemente los ropajes del discurso progresista. En realidad, el diferencialismo identitario actuó como un marcador o selector social de matriz clasista (3), por utilizar la expresión de Jesús Royo,y como un fuerte estimulante para las pretensiones de superioridad social de unas clases medias traumatizas por la crisis.
La exigencia de catalanización o integración quizás hubiera podido ser aceptada por amplios estratos de la clase trabajadora si hubiera estado acompañada por un incremento del nivel de vida. En los 80 sucedió lo contario, la presión identitaria coincidió con un generalizado deterioro de sus condiciones de vida y de trabajo y con su invisibilidad pública.
Presión identitaria
Los años 90 significaron una profundización de la presión identitaria con la promulgación de los Decretos de Inmersión (1992) y la Ley del catalán (1998). También en esta década irrumpió en la escena política una nueva generación formada bajo la égida de la hegemonía política y cultural nacionalista. Fueron esos los años de la refundación de ERC que encuadró a los jóvenes de clase media cuyo referente ideológico era el independentismo, la llamada “generación independencia”. Definitivamente, el marco autonómico se percibía como una estrecha camisa de fuerza y una fase de transición en la larga marcha hacia la plena soberanía del país donde las clases medias no tendrían que rendir cuentas y compartir el poder con el gobierno español.
La clase trabajadora no es un todo homogéneo y los efectos de prolongada hegemonía nacionalista no fueron iguales para todos sus estratos. Para sus capas inferiores fue un periodo de intensa segregación y aculturación. No sólo por la magnitud del paro juvenil, el más elevado de Europa occidental, como reveló el informe Petras (4), sino por la presión identitaria que les relegaba a la condición de ciudadanos de segunda mientras no renunciasen, despreciasen a sus orígenes y abrazasen el credo nacionalista. Para las capas cualificadas, la llamada aristocracia obrera, se produjo un proceso de promoción, al calor de la recuperación económica. Algunos elementos de estos sectores emergentes decidieron pagar el peaje identitario que venía a culminar su ascenso social, otros por el contrario se negaron hacerlo de modo que su posición económica no se correspondió con sus expectativas de reconocimiento político y social.
Pero, incluso, los sectores remisos a la integración catalanista se hallaban en una incómoda tierra de nadie identitaria: cuando en los veranos regresaban a sus pueblos de origen les llamaban “los catalanes”, pero en Catalunya seguían siendo considerados como extranjeros, por no emplear una expresión más fuerte. Una de las manifestaciones más clamorosas de este fenómeno radica en la elevada abstención en las elecciones autonómicas en contraste con su participación en las generales, donde votan mayoritariamente al PSOE. Esta abstención dual tiene un doble significado: por un lado, mostrar que no se sienten parte de la Catalunya oficial; por otro, castigar a los partidos de izquierda sometidos al discurso nacionalista.
A mediados de la década se produjo un doble movimiento, coincidiendo con el gobierno de José María Aznar y el rearme del españolismo conservador. Sectores emergentes de la clase trabajadora, cuyos hijos habían accedido a los estudios superiores, pero también de las clases medias de lengua castellana –pues los Planes de Desarrollo franquista atrajeron hacia Catalunya a profesionales cualificados del resto del resto de España- empezaron a manifestar su rechazo hacia la hegemonía nacionalista. En efecto, los apellidos de origen español y el escaso dominio de la lengua catalana se alzaban como obstáculos insalvables para culminar su promoción social o para obtener el reconocimiento que gozarían en otras comunidades autónomas. Como apuntó Josep Ramoneda: “hubo en su día un pacto implícito entre nacionalistas y la izquierda tendente a garantizar que los catalanes de origen monopolizaran el ejercicio del poder político en Cataluña” (5); pero también social y cultural, podríamos añadir nosotros.
El éxito de Aleix Vidal-Quadras, en la etapa que ocupó la presidencia del PP catalán, la resistencia de CADECA y la Asociación por la Tolerancia a los decretos de inmersión o la impugnación del Foro Babel a la Ley del catalán marcaron los jalones de esa contestación.
Montilla y Ciutadans
La constitución del primer tripartito concitó muchas esperanzas entre estos sectores sociales. Al menos, se pensaba, se aminoraría la presión identitaria y se impulsarían medidas de corte socialdemócrata de redistribución de la riqueza, tras los 23 años de políticas económicas neoliberales de CiU. La decepción fue mayúscula. En el terreno político la legislatura estuvo determinada por el interminable debate sobre el Estatut, en ámbito lingüístico, como ejemplifican las Oficines de Garanties Lingüístiques (6) o la representación exclusiva de autores de lengua catalana en la Feria de Frankfurt, la presión identitaria no sólo no aflojó sino que se incrementó. Tampoco, en política económica y social –a excepción de la Ley de Barrios concebida para mejorar las condiciones urbanísticas de algunos de los barrios más degradados- se apreciaron grandes cambios respecto al pujolismo. En sanidad y enseñanza incluso se aumentó el drenaje de fondos públicos hacia los centros concertados.
La gestión del primer y del segundo tripartito, permite afirmar que Pujol instituyó un marco político y unas reglas de juego que los dirigentes de la izquierda catalana no estaban dispuestos a modificar. Da la impresión que la Generalitat gobierna para las clases medias, que son quienes mayoritariamente participan en los comicios autonómicos y a quienes les deben sus cargos y su poder.
El malestar provocado por la deriva nacionalista del primer tripartito precipitó la caída de Maragall y el ascenso de José Montilla, ante el temor de la dirección del PSC a una debacle electoral si el ex alcalde de Barcelona optaba a la reelección. Por primera vez, desde la reinstauración de la Generalitat, un político procedente de la inmigración accedía a la primera magistratura del país, sobrecargada de connotaciones simbólicas para los nacionalistas, y rompiendo uno de los tabúes de la política catalana. Lo cual, dicho sea de paso, generó un enorme malestar entre los sectores más fundamentalistas, como manifestó en un tono despectivo Marta Ferrusola, esposa de Pujol y paradigma de la mujer nacionalista, al criticar que el president de la Generalitat no hubiese catalanizado su nombre de pila o de Felip Puig, número dos de CiU, quien se mostró indignado por su pobre nivel en el uso de la lengua catalana. Ahora bien, Montilla resulta la expresión del inmigrante que ha pagado todos y cada uno de los peajes identitarios para verse aceptado en el status quo nacionalista, cosa que no ha logrado del todo, a pesar de sus profesiones de fe catalanista. Esta impostación tampoco ha levantado demasiado entusiasmo en los sectores de la inmigración que supuestamente representa. En este sentido, sus apuros expresivos, su torpeza oratoria, sus enervantes silencios se revelan como un símbolo de las dificultades que deben arrostrar los “otros catalanes” para ser aceptados en los círculos de poder de la sociedad catalana.
El inesperado éxito de Ciutadans, que obtuvo tres diputados en los pasados comicios al Parlament de Catalunya, muestra la otra cara de la moneda. Esta formación representa a las capas de la clase media catalana de lengua castellana, como revelan los perfiles socioprofesionales de sus tres parlamentarios, todos ellos con estudios superiores. Unos estratos agraviados por los efectos de la negativa a pagar los peajes del catalanismo que les relega a una posición política y socialmente subalterna. Acaso ello explica su estrategia de situarse en el centro del espectro ideológico, con una fuerte propensión hacia el liberalismo político y hacia el nacionalismo español, alineándose con muchos de los planteamientos del PP, como pudo apreciarse en la reciente marcha por el bilingüismo celebrada en Barcelona.
Un error estratégico. En Catalunya existe efectivamente un clamoroso vacío de representación política, pero en el espectro de los socialistas no en el del PP cuyo electorado ha demostrado una notable fidelidad. Así, mientras PSC obtuvo en los pasados comicios al Parlament de Catalunya 796.173 votos, PSOE consiguió en las últimas generales en el Principado 1.672.777 votos. Un fenómeno que se repite sistemáticamente en todas las elecciones celebradas en el Principado, aunque en esta ocasión la abultada diferencia, de 876.604 votos, fue más amplia a causa del voto útil de electores de ICV, incluso de ERC, para barrar el paso a Mariano Rajoy.
Sólo la constitución de una formación de no nacionalista y nítidamente de izquierdas podría colmar el vacío denunciado por Comín y García-Nieto, que ahora se ha convertido en un abismo. La polarización identitaria opera mediante el desplazamiento de las contradicciones sociales hacia el terreno identitario donde las clases dominantes imponen fácilmente sus reglas de juego. Es más, el pleito de las identidades oculta la verdadera naturaleza de las específicas condiciones de dominación social sobre la clase trabajadora en Catalunya. En este sentido, la experiencia de Ciutadans constituye no sólo un fiasco político, pues significa un obstáculo más a vencer para la creación de una fuerza política de izquierdas y no nacionalista, sino que ha servido para legitimar el discurso hegemónico del nacionalismo burgués y pequeño-burgués.
Polarización identitaria
Desde mediados de los 90, los sectores políticamente conscientes de la juventud de las clases medias de lengua catalana se orientan mayoritariamente hacia el independentismo radical, encuadrados en un sinfín de casales independentistas y organizaciones afines. Este movimiento ha ido experimentado un notable crecimiento como se demostró con el éxito, en las pasadas municipales, de las Candidatures d’Unitat Popular (CUP) donde consiguieron representación en ciudades importantes como Mataró, Manresa, Molins de Rei, Vic, Vilafranca del Penedès o Vilanova i la Geltrú, a expensas de ERC.
El discurso de la autodenominada izquierda independentista pivota sobre posiciones próximas a la extrema izquierda marxista, en el terreno social y a la reivindicación de la soberanía de los Països Catalans con posturas muy semejantes a las de ERC pero más radicalizadas, tanto en el plano político como en el lingüístico-cultural. Este cóctel ideológico les aleja irremediablemente de la clase trabajadora de lengua castellana, pero resulta muy atractivo para sectores de la juventud de las clases medias catalanohablantes.
Por el contrario, amplios sectores de la juventud trabajadora castellanohablante carece de organizaciones sociales y políticas análogas y se mueve en un plano de casi completa alineación y aculturación, sólo cuestionada por un creciente españolismo, fácilmente manipulable por la derecha y la extrema derecha neofascista. Este pasado verano, con motivo de la victoria de la selección española de fútbol en la Eurocopa, miles de jóvenes de los barrios del extrarradio de toda Catalunya salieron a la calle enarbolando banderas españolas, muchas con el toro de Osborne, gritando ¡Viva España!, hasta quedarse afónicos. Se trató de un fenómeno sociológico sin precedentes que mostró cómo las políticas asimilacionistas de la Generalitat están provocando el efecto contrario y la expansión del nacionalismo español más virulento entre amplios sectores de la juventud trabajadora. Este efecto boomerang ya había sido apreciado por algunos profesores de secundaria que habían observado cómo sus alumnos, con sobradas competencias en lengua catalana, pues han sido educados en este idioma, se negaban a emplearla y utilizaban exclusivamente el castellano como una expresión de su rechazo a la inmersión lingüística vigente en Catalunya. La respuesta de las autoridades educativas de la Generalitat ha sido aumentar la presión lingüística que ahora se plantea extenderse a la Universidad, lo cual a su vez incrementa la resistencia de los jóvenes castellanohablantes, en un círculo vicioso cada vez más estrecho. El discurso, aparentemente bien intencionado, de la integración de los inmigrantes está provocando el efecto contrario; es decir, ingentes dosis de exclusión social.
Si, como decíamos al principio del artículo, la juventud es el futuro del país, Catalunya se están dando las condiciones para un choque identitario de inquietantes e imprevisibles dimensiones. El impacto de la inmigración extracomunitaria puede exacerbar estas tensiones en ambas polaridades –catalanista y españolista- que podrían percibirla como una amenaza a sus respectivas identidades o bien presionarla para que se alinee con una de estas opciones enfrentadas.
La responsabilidad de la izquierda catalana, sometida al discurso hegemónico del nacionalismo y renunciando a impulsar políticas económicas de redistribución de la riqueza, es muy elevada. En vez de combatir los planteamientos del nacionalismo etnolingüístico, lo han legitimado con una versión “progresista” del mismo, a años luz de un discurso genuinamente democrático y socialista. De este modo, han abandonado a su suerte a la juventud trabajadora, dejando el camino expedito para la demagogia españolista, fronteriza con la extrema derecha.
Resulta cada más urgente revertir el debate identitario hacia su auténtico epicentro social. Lamentablemente no se aprecian signos en la sociedad catalana de movimientos en esa dirección, sino por el contrario de una creciente y peligrosa polarización.
NOTAS 1) A.C. Comín y J.N. García Nieto. Juventud y conciencia de clase. Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1974. 2) Josep Maria Fradera. La rectificació. La tradició a la intempèrie, Ed. Destino, Barcelona, 2006. 3) Jesús Royo. Argumentos para el bilingüismo. Ed. Montesinos, Barcelona, 2000. 4) James Petras. Padres-hijos. Dos generaciones de trabajadores españoles. Ajoblanco, Verano, 1996.5) Josep Ramoneda. El País, 26 de junio de 1998. 6) Las Oficines de Garanties Lingüístiques, denominadas por sus detractores “oficinas de delación lingüística”, fueron creadas por iniciativa de ERC en febrero de 2005, durante la presidencia de Maragall. Su objetivo es fomentar el uso social del catalán y canalizar las denuncias de los ciudadanos que observen vulneraciones respecto a la legalidad vigente y a quienes la Generalitat garantiza la confidencialidad. Estas denuncias, por ejemplo sobre la rotulación en catalán en los comercios, han servido para sancionar a algunos establecimientos.
Antonio Santamaría
El Viejo Topo (nº 251 / Diciembre 2008)
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