Poco que ver tienen Juan Marsé y Toni Soler, pero en su conjunto forman parte de una realidad donde vivimos todos los catalanes. El Premio Cervantes de uno y las últimas declaraciones en el Avui del otro me invitan a hacer una reflexión sobre esa fusión que se me aparece fácil de ver y complicada de reconocer cuando se trata de profundizar en el debate.
Comencemos por los hechos de forma cronológica. Hace unos días Toni Soler era invitado del programa de Albert Om para hablar de su libro. La conversación fue distendida y simpática, como la mayoría de entrevistas de El Club. Esa sensación agradable que logra Om provoca en los invitados que se relajen y digan aquello que piensan, lo que no siempre es políticamente correcto, aunque sea uno de los aciertos del programa.
Llegados al punto, a Toni Soler se le ocurrió decir una evidencia, detalle que en la Cataluña que vivimos no es norma habitual. La evidencia era que el castellano estaba discriminado en Cataluña porque el catalán tenía una mayor presencia. ¡En qué estado de opinión debemos estar que escribí un artículo positivo sobre Toni Soler diciendo que era un periodista libre -cosa que sigo pensando- porque dijera aquello que pensaba!
Pero esas flores lanzadas desde este diario le debieron parecer dardos envenenados porque a los dos días aparecía una entrevista en el diario nacionalista donde no rectificaba, sino que incidía en que él estaba de acuerdo con esa discriminación. Imagino que se refería a la tan cacareada «discriminación positiva» de la lengua, defendida por muchos y que yo no acabo de entender.
En qué momento nos debemos encontrar para felicitar a alguien que sólo explica la realidad. Pero es que yo creo que ese es el gran debate. La cuestión no es si Toni Soler está de acuerdo en discriminar el castellano en favor del catalán. La cuestión es que todos coincidamos en esa situación para a partir de ello debatir.
Mis flores a Soler no eran para evidenciar la grieta que se estaba produciendo entre los que defienden sólo el catalán. No. Mis elogios eran porque por fin alguien decía lo que es evidente.A partir de ahí, las interpretaciones pueden ser dispares, no faltaba más.
Quiero decir: cuando escribo contra la inmersión lingüística, no lo hago para ir en contra de una lengua que forma parte de mi realidad, de mi vida cotidiana, de mis risas y de mis sentimientos, como es el catalán. Lo hago para que esa supuesta fórmula positiva de discriminación del castellano no acabe difuminando académicamente (como deben ser aprendidas las lenguas) la otra lengua que forma parte de mis risas, mi profesión, mis sensaciones, mis tristezas y mis recuerdos, que es el castellano. Qué podemos hacer en Cataluña los que amamos de igual forma las dos lenguas, los que las fomentamos con nuestras decisiones diarias, los que nos enriquecemos porque entendemos que su conocimiento intelectual (la de las dos) nos hace ciudadanos más cultos, más abiertos y más plurales. Cómo hay que decir que el fomento del catalán no debe ir en detrimento del desarrollo en castellano. Y es ahí donde felicito a Toni Soler. Coloca el debate en el lugar idóneo. Y a partir de esa conclusión sobre la discriminación del castellano, que cada ciudadano piense, haga y actúe como le dé la gana.
Y es ahí donde introduzco a Juan Marsé. El autor de El amante bilingüe, el otro yo de Juan Faneca, apellido de su padre de sangre, no del que le educó, o el mismísimo Juan Marés, también él en un juego de letras, el trío que es el mismo sin dejar de ser ninguno, explica cosas en esta historia como un ejemplo.Le dan el Cervantes y reaparece el tema de la lengua. El es un escritor en castellano que ama y forma parte de la cultura catalana, y nadie le puede excluir de ese espacio, como tampoco pueden eliminar a González Ledesma.
Le dan un premio pero como se trata de un escritor en castellano pero catalán, el lío se vuelve a montar. Y él se defiende. «Que nadie quiera hacer conmigo un bandera del idioma». Para Marsé las lenguas son formas de comunicarse y entenderse. Y debería ser así, mientras que ninguna estuviera por encima de la otra.Cuando eso ocurre se descoloca la normalidad, sobre todo cuando se hace con el beneplácito de los que deberían cuidar el poso histórico de esa mezcla lingüística: las instituciones.
Tengo debilidad por la literatura de Marsé. Comparto con el autor sus preferencias: Si te dicen que caí y Rabos de lagartija. Sin embargo, también tengo devoción por la que me parece su novela más política: El amante bilingüe. Juan Marés, él, está casado con Norma, una funcionaria que trabaja en la Generalitat de principios de los 80 normalizando el catalán. Norma se cansa de Marés y se lía con Juan Faneca, él, que resulta ser el propio Marés pero caracterizado por un, como diría Cristina Peri Rossi, castellano andaluz.
Marsé no quiere ser bandera de nada, pero si algo no soporta es a un nacionalista impositor de catalán. Esa es la cuestión.Y no sirve aquello de que todo el mundo sabe castellano o «los jóvenes ya tienen Tele 5». Hablamos de las lenguas académicas, literarias y sociales. Así que Toni Soler no se preocupe. Sé dónde está él y dónde estoy yo. Pero se agradece que partamos de la misma realidad y no permitamos que una Cataluña pequeña nos desenfoque la fotografía.
Alex Salmon
El Mundo de Catalunya, 30/11/2008
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