Para Gabriel Jackson, defensor de los derechos civiles en EE.UU. y en España
El 1 de diciembre de 1955, la señora Rosa Parks, una ciudadana norteamericana negra, costurera de profesión y residente en Montgomery (Alabama), regresaba a su casa en autobús desde su lugar de trabajo. Estaba afiliada al NAACP, un movimiento en defensa de los derechos civiles de los negros, y en los últimos años había asistido a las clases de una escuela obrera para aprender los derechos de los trabajadores y estudiar los problemas que planteaba la desigualdad racial. Aquel 1 de diciembre, como cada día, la señora Parks, muy fatigada tras su jornada laboral, subió al autobús, escogió asiento y decidió no levantarse cuando el conductor le indicó que su puesto estaba reservado para un pasajero blanco. Era consciente de que desobedecía la ley, pero también de que la ley era injusta y contraria a la Constitución.
En la Alabama de aquella época, así como en otros estados del sur de EE. UU., la legislación contenía todavía buenas dosis de racismo. Desde hacía muchos años, la política de segregación entre blancos y negros no era considerada discriminatoria. La sentencia del Tribunal Supremo Plessy contra Ferguson, de 1896, había estimado adecuada a la Constitución la fórmula "iguales pero separados", es decir, que establecer barreras físicas entre blancos y negros no era contrario al principio de igualdad. Sin embargo, en 1954, un año antes del suceso que relatamos, otra sentencia del mismo Tribunal, la Brown contra Board of Education, rechazó por unanimidad esta doctrina y consideró inconstitucional la segregación por razón de raza. La batalla legal se empezaba a ganar.
En aquellos estados del profundo sur, a pesar de haberse abolido la esclavitud, quedaban todavía muchos vestigios racistas, muchos prejuicios de los blancos respecto de los negros. No había esclavos, pero la separación entre las personas de las dos razas era todavía un hecho e, incluso, un derecho: había separación entre personas de ambas razas en ciudades y pueblos, en escuelas, tiendas y restaurantes, en cines, museos y librerías, en parques, playas y piscinas, hasta en los ascensores de un mismo edificio, además de un gran número de servicios públicos, entre ellos el de transporte.
En los autobuses de Alabama, los asientos acolchados de las primeras filas estaban reservados exclusivamente a los blancos. En la parte de atrás, en duros bancos de madera, se amontonaban los negros.
Las filas de en medio, en el caso de que toda la parte trasera estuviera completamente ocupada, podía ser utilizada también por los negros siempre que ningún blanco tuviera que permanecer de pie por encontrarse repleta la parte delantera, la de los asientos acolchados. Si ese fuera el caso, los negros debían desocupar toda una fila para que la persona blanca pudiera sentarse sin riesgo de contaminación por la peligrosa cercanía de las gentes de color. Como el número de negros que utilizaban los autobuses era mucho mayor que el de blancos, lo más frecuente era que la parte delantera estuviera casi vacía y la trasera abarrotada.
Aquel día la señora Parks se sentó en esta zona de en medio y los mullidos bancos delanteros estaban todos ocupados.
Cuando al autobús subió un blanco sin encontrar sitio en la zona a él reservada, el conductor del autobús mandó a los negros de toda una fila que se levantaran. La señora Parks estaba en esa fila: no se movió y siguió sentada. Desde hacía años, cada vez que cogía el autobús, se sentía harta, humillada y ofendida. El conductor la amenazó con llamar a la policía. La señora Parks estuvo de acuerdo: "¡Llámela!", dijo sin inmutarse. Cuando esta llegó, los agentes dejaron escoger la sanción al conductor: una simple amonestación verbal o detención por desórdenes públicos. El conductor, un trabajador modesto, como Rosa Parks, escogió lo segundo.
La señora Parks fue encerrada en los calabozos de la policía durante cinco días, después compareció ante un juez y fue castigada con una multa de 15 dólares; pero se negó a pagarla para que su abogado pudiera recurrir ante el Tribunal Supremo, por inconstitucional, la ley que le habían aplicado. A su vez, llamó por teléfono a un tal Martin Luther King, entonces un desconocido pastor de una iglesia baptista de Montgomery.
Inmediatamente, el pastor King encabezó un boicot a los autobuses: durante más de un año ningún negro utilizó este medio de transporte. Al cabo de 382 días, el Tribunal Supremo se pronunció sobre la ley recurrida por la señora Parks y la declaró, por discriminatoria, contraria a la Constitución. En Montgomery, los negros volvieron a subir a los autobuses pero el gesto de la señora Parks, la reacción unánime de apoyo y la resolución judicial favorable, pusieron en marcha el movimiento por los derechos civiles de los negros, fundado en los principios de libertad e igualdad de todas las personas y llevado a cabo mediante la desobediencia civil y la política de no-violencia.
Dijo Lao Tse: "Todo viaje de mil leguas comienza con un primer paso". El paso que decidió dar la admirable señora Parks no fue el primero, pero sí un importante paso en ese gran viaje hacia la igualdad entre las personas sin distinción de razas ni colores. La semana pasada, el pueblo de EE. UU. decidió dar otro gran paso eligiendo a Barack Obama. Y el viaje sigue, todavía no ha terminado, quizás ya estamos a medio camino.
Sé el primero en comentar en «La señora Rosa Parks»