¿Con lengua o sin lengua?

Cartel con los principales impulsores del 'Manifiesto por la lengua común'El Manifiesto por la lengua común ha recabado miles de firmas y adhesiones, pero también no pocas descalificaciones. Fernando Savater, su principal impulsor, recapitula sobre las pasiones desatadas por un documento que, bien leído -o sólo leído-, no resulta demasiado revolucionario.

En España hay dos formas de derogar una propuesta política que resulta incómoda a tirios y a troyanos: primera, señalar justamente que es política y subrayarlo en tono acusatorio (“vaya, con que politizando la política, ¿eh?”); segunda, declarar encogiéndose de hombros que no es urgente o, peor, que es inoportuna (se trata de una variante del estribillo burocrático por excelencia, el “vuelva usted mañana” glosado genialmente por Larra). Ambas descalificaciones han caído, juntas o por separado, sobre el Manifiesto por la Lengua Común.

La censura contra la politización de un problema político nos llegó en múltiples tonos y énfasis, desde las admoniciones del presidente del gobierno y adláteres hasta el cauteloso retroceso de algunos firmantes acongojados (¿se dice así?) por la fuerte marejada que levantó el texto. Otros prefirieron distanciarse señalando que el asunto lingüístico no corre prisa, pese a que todos los días se están dictando normativas discriminatorias y hay miles de padres que tienen que educar a sus hijos ya, no el próximo milenio. Para ellos lo de rescatar la lengua común del país no apremia (llevamos después de todo décadas perdiéndola), comparado con la crisis económica, la violencia de género o –sobre todo– los desafueros norteamericanos en Iraq. Además, se trata de una reivindicación inoportuna, porque compromete al gobierno y denuncia a la oposición, además de “radicalizar” a los nacionalistas, que son, como ya se sabe, irritabile genus: si se les concede lo que piden lo ensanchan y desbordan hasta el abuso, si se les niega se enfadan y se convierten en nacionalistas más rabiosos todavía. No hay forma de darles gusto y por eso hay cada día más, porque todo el mundo quiere apuntarse al partido al que se le permiten los caprichos.

De todas formas y pese a estas previsibles descalificaciones, los promotores del Manifiesto por la Lengua Común no podemos quejarnos. Lo han apoyado, además de miles de ciudadanos, figuras destacadísimas de la literatura, la universidad, los medios de comunicación, las artes plásticas, la música, el deporte, el comercio… No diré, porque sería presuntuoso, que quienes lo han firmado son los mejores, pero sí se puede asegurar sin miedo a error que desde el inicio de nuestra democracia nunca ha habido un documento semejante suscrito por tal plantel de celebridades, muchas de las cuales jamás se habían comprometido con nombre y apellidos en este tipo de iniciativas. Y hay que recordar que se trata de una iniciativa privada, sin ningún tipo de apoyo o reconocimiento institucional sino más bien todo lo contrario. Para bien o para menos bien, el impacto de esta propuesta ha sido tremendo y ha desencadenado una serie de reacciones airadas o favorables realmente sin precedentes. Veremos si ese retumbar social termina concretándose en alguna medida política concreta, aunque ya sabemos que hay varias en marcha. Sea como fuere, la impresión general es que las cosas en este terreno ya no volverán a ser lo mismo o, como suele decirse con cierta truculencia, que el manifiesto marca un antes y un después.

Leído con cierto detenimiento y algo de discernimiento, tarea que se han ahorrado voluntariosamente casi todos sus oponentes y bastantes de sus partidarios, el texto no resulta en modo alguno demasiado provocativo ni mucho menos revolucionario. Parte del reconocimiento, culturalmente indudable y constitucionalmente establecido, de una lengua común –el castellano o “español”, como también se lo denomina precisamente por este carácter común– en nuestro país, España. Afirma que tal lengua común no es una mera imposición legal o social sino un beneficio político para nuestra democracia (a ninguna democracia la ayuda la cacofonía), además de un importante activo cultural y hasta económico en nuestra proyección mundial, por tratarse de una lengua de primer rango internacional (la tercera en número de hablantes, siempre creciente, y la segunda en extensión tras el inglés). Por supuesto, el Manifiesto reconoce y encomia como muy valiosa la presencia de otras lenguas no menos españolas en algunas regiones y apoya la tutela de los derechos de sus hablantes en todos los ámbitos institucionales y sociales correspondientes. Lo único que se rechaza es la posibilidad de que se ejerza en tales regiones una discriminación positiva abusiva en detrimento “compensatorio” de quienes optan allí por usar la lengua común en la educación, las relaciones con la administración… Sólo una mentalidad estrechamente nacionalista trata de obstaculizar el uso de la lengua común precisamente porque es común (y por tanto más extendida), imponiendo la otra lengua para favorecer el sueño separatista de crear estados dentro del Estado y que no respondan ante él. Porque una cosa es ser partidario del Estado de las autonomías y otra el querer un Estado de los nacionalismos… es decir, la fragmentación del Estado de Derecho democrático.

Las reacciones nacionalistas al Manifiesto eran de esperar, pero en algunos casos han sido particularmente pintorescas. Por ejemplo, la acusación contra los firmantes de pretender imponer un estricto monolingüismo que no respeta el pluralismo del país… Tomen nota: quienes reclamamos que haya igual opción para estudiar en castellano o en la lengua regional en las autonomías bilingües, los que queremos que las declaraciones institucionales, los formularios oficiales o la información vial sea en ambas lenguas, los que pedimos que los ciudadanos puedan comunicarse con la administración en cualquiera de ellas y que en los comercios o negocios privados cada cual elija la que prefiera… somos monolingüistas rabiosos; en cambio quienes imponen la lengua cooficial como única vehicular de la enseñanza (la famosa inmersión lingüística), los que rotulan las vías públicas sólo en ella o no facilitan impresos oficiales más que en ella (y en inglés, llegado el caso), los que convierten el conocimiento de esa lengua en un mérito predominante para cualquier cargo administrativo (hasta el punto de vedarlos a quienes no la dominen, aunque estén mejor preparados profesionalmente que los demás)… ésos son bilingüistas respetuosos e intachables. ¡Vaya, hombre!

También los pretextos para defender este exclusivismo (y los obstáculos a la lengua común) son curiosos, sobre todo en el terreno de la educación. Por ejemplo, según algunos la inmersión lingüística favorece la integración social e impide la formación de guetos: argumento proceloso, porque invertido serviría para imponer la lengua común como única en toda la educación pública, como ocurre en Francia. También hay quien se ampara en razones presupuestarias: será demasiado oneroso costear dos líneas educativas, por tanto sólo puede haber una… casualmente la que omite la lengua común. Me recuerda el chiste del viajero que, cuando el tren para en una estación unos pocos minutos, llama desde la ventanilla a un muchacho que pasea por el andén: “Por favor, chico, toma diez euros y tráeme un bocadillo de jamón de la cantina… con lo que sobre puedes comprarte tú otro”. Al rato, el mozo vuelve masticando ufano su bocadillo: “Oye ¿y el mío?” “Lo siento, no había más que para uno”.

Dejo de lado, por razones higiénicas, el caso de quienes como el gallego Suso de Toro y bastantes otros nos han atribuido razones xenófobas y hasta genocidas. Podría uno sentirse ofendido por tales dicterios, pero yo creo que no hay injuria en lo que sale de boca de los tontos y de los niños… y es evidente que Suso de Toro y demás compadres son rematadamente niños. En realidad, salvo por la virulencia, no me chocan demasiado los rugidos de los intelectuales nacionalistas o para-nacionalistas, que en estas cuestiones suelen ser bastante maximalistas y poco dados a matices. En cambio no deja de parecerme mal síntoma para nuestra democracia que bastantes intelectuales no nacionalistas (cuyas alarmadas confidencias contra los estragos del provincianismo separatista he compartido tantas veces) no se hayan decidido finalmente a suscribir un manifiesto que parecía hecho a la medida de sus habituales reclamaciones. Se me ocurren varias explicaciones para este abstencionismo a menudo vergonzante. Primera y más elemental, los apremios de la supervivencia: los que trabajan en medios de comunicación radicados en autonomías de predominio nacionalista o cercanos ideológicamente a los intereses gubernamentales (que por el momento parecen proclives al nacionalismo salvo en cuestiones de financiamiento autonómico) no quieren “significarse” –como me reprochaba mi madre que yo hacía durante el franquismo– para ahorrarse problemas laborales o de convivencia. Pueden ser simples aprensiones, pero no está el panorama económico del país como para correr riesgos. Pero ¿y aquellos otros cuya posición en el ranking de ventas les excluye de esos temores tan vulgares? Les haré una confidencia: la mayoría de los intelectuales que conozco, incluso los más anticlericales, pertenecen a la orden mendicante. No mendigan dinero, no, pero sí reconocimiento público, honores, academias, espacio preferente en los suplementos literarios o en los programas de radio y televisión más atendidos. Quieren ser no sólo muy vistos sino también bien vistos, al menos por parte de las fuerzas vivas. De modo que tienen buen cuidado de no desagradar nunca a los “suyos”, para asegurarse al menos un canal de homenajes. Muchos de ellos son admirables por su arte y talento, pero padecen esa infantil debilidad, casi conmovedora. Tomar una actitud que les indisponga a la vez con las autoridades nacionalistas y estatales, así como con gran parte de la izquierda y hasta de la derecha, es pedirles demasiado. ¿Y si les confunden con los de la acera (política) de enfrente y se les olvida en el reparto de galardones o aplausos? En fin, cosas humanas y comprensibles aunque también –como casi todo lo comprensiblemente humano– algo tristes.

En resumen: el Manifiesto reivindica el derecho de los ciudadanos españoles a utilizar su lengua común –históricamente asentada y constitucionalmente reconocida– en todo el país, tanto para expresarse, para educarse, para informarse o para relacionarse con la administración, sin perjuicio del reconocimiento del derecho a usar igualmente las otras lenguas cooficiales en sus regiones respectivas. Y además resalta la importancia de que exista una lengua común como vehículo de funcionamiento democrático y garantía de unidad del Estado de Derecho, frente a los pujos disgregadores de las ideologías etnicistas o de los simplemente aprovechados que buscan ventajas en el juego colectivo. En vez de insultos soeces o subterfugios bizantinos, los firmantes del Manifiesto agradeceríamos explicaciones de por qué este planteamiento es erróneo o nocivo. También sería muy oportuno que los partidos políticos se definieran al respecto y, si están de acuerdo con nuestra propuesta, la apoyaran parlamentariamente y dejaran claros los derechos y deberes al respecto para el futuro. Creemos que este asunto no sólo es de interés en España, sino también en toda Hispanoamérica. Para los ciudadanos de esos países, nada más interesante que una nación europea –vinculada a ellos por múltiples lazos– donde pueden comunicarse, estudiar, negociar o trabajar en su propia lengua. Y al revés, naturalmente: no deja de ser significativo que muchos de los que en España se muestran remisos o claramente hostiles ante la lengua común (porque aquí el beneficio económico y político se saca del compadreo con los nacionalistas), en cuanto cruzan el charco se convierten en fervorosos adalides del español, porque eso es precisamente lo que resulta más rentable allí para escritores, editores, empresarios y políticos. Porque no sólo tenemos una lengua común en España, sino que también es válida para una comunidad mucho más ancha y populosa, a uno y otro lado del gran océano. Quien nace acá o allá dentro de esa comunidad tiene la oportunidad de recibir desde el comienzo una herramienta verbal que le abrirá unas perspectivas y le ofrecerá posibilidades que muy pocas otras lenguas pueden mejorar. Es un verdadero atropello social y cultural regatearle esa riqueza por cualquier pretexto de mezquindad sectaria.

Fernando Savater

Letras Libres (octubre de 2008)

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