Ante la gravedad de la crisis financiera y económica que surge de las entidades financieras y afecta a los países más ricos, sus Estados están reaccionando con rapidez y fuerza: los más potentes (Estados Unidos sobre todo, pero también la UE, considerada aquí como un «estado») utilizando miles y miles de millones de euros y billones de dólares -cifras que nos cuesta imaginar- en «rescatar», dicen ellos, a las que hasta ayer parecían ser las más poderosas entidades financieras del mundo. Otros Estados de segundo orden, como el nuestro y otros de la UE, estableciendo importantes medidas de política económica para intentar paliar los problemas más graves generados por estas crisis. En ambos casos, esfuerzos financieros importantes y muy costosos.
No comentaré acerca del escándalo que supone la fuerte contradicción que implica que los agentes económicos y académicos que hasta ahora se oponían ferozmente a toda intervención estatal se hayan convertido en fervientes partidarios de la misma -eso sí, sólo como un paréntesis temporal, para recuperar la libertad irrestricta en cuanto pase el huracán- porque abundan los comentarios en esta dirección, incluso en los medios más conservadores.
Hoy quiero referirme al coste de todas estas políticas. Resulta que llevamos muchos años en que se afirma que no hay dinero para mejorar los servicios sociales para la población -hospitales carentes de instalaciones y el personal necesario, escolares en barracones, estimulo a las pensiones privadas porque las públicas amenazan bancarrota, transportes públicos deficientes, carencia en I+D+i, restricciones en los subsidios de paro, etc., etc.-, pero en el momento en que está en peligro el sistema financiero, especialmente en el país hegemónico, no hay prácticamente límite a los fondos públicos que se dedican a rescatar unas entidades financieras privadas que se han mostrado totalmente incapaces de gestionarse a sí mismas, generando enormes problemas a la población de sus propios países, empobreciendo a los pequeños ahorradores e incidiendo muy negativamente en la marcha de la economía mundial.
Se argumenta que este rescate es inevitable si se quieren evitar males mayores. Acepto el argumento. El apoyo de las instituciones públicas al sistema financiero privado juega el papel de los bomberos ante un incendio voraz. Ahora hay que apagar este fuego.
Pero hay dos reflexiones también inevitables: una, ¿cómo es que no hay problema para juntar el dinero necesario para ello? Si para esto se puede encontrar mucho, mucho dinero, ¿por qué se nos dice que no lo hay cuando se trata de resolver problemas no menos graves para la población?
Y dos, una cosa es que los bomberos actúen en un incendio. Otra, que tras intentar apagar este fuego, se trate de «rescatar» a los pirómanos, al mismo sistema que ha generado el incendio, con los mismos objetivos y muy parecidos agentes en su dirección y gestión. ¿Cómo es posible que ante crisis recurrentes y cada vez más frecuentes -esta ni es la primera ni será la última- el único objetivo del rescate sea permitir recuperar con fondos públicos y con mayor intensidad el mismo sistema y los mismos agentes privados que causan la crisis?
Miren Etxezarreta
El Mundo de Catalunya, 25/09/08
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