Como acostumbra a suceder, la distribución de los costes de la crisis es muy diferente de la que tuvieron las enormes ganancias que lubrificaron los excesos durante años. No hace falta insistir en la curiosa conversión ideológica que convierte a quienes habían sido paladines de la desregulación financiera (y de las otras) en apóstoles del intervencionismo cuando se trata de contar con los recursos de los contribuyentes para tratar de apagar unos fuegos de magnitud y devastación similar a los producidos por el napalm en Vietnam, escenario del filme de Coppola. La principal diferencia sería que en el mundo real las autoridades monetarias, con el respaldo de las políticas, se ven impelidas – bajo la coartada del "riesgo sistémico" que nos convierte a todos en rehenes de los autores de estos excesos- a utilizar los recursos de la bolsa común de la ciudadanía en articular rescates. Con la duda no sólo ya de cuál será finalmente la factura que entre todos deberemos pagar, sino también, en estos momentos de tensiones, de si las reservas de extintores se acabarán o no antes de la recurrencia de los fuegos.
Fuegos que, en el filme y en la realidad de estos días, tenían y tienen un origen en decisiones humanas. El coronel Kurtz (personaje interpretado por Marlon Brando en la película) tiene muchos clones – con carísimos trajes y limusinas, eso sí- en Wall Street y otros sofisticados foros. Y, si me permiten seguir siendo políticamente incorrecto, al igual asimismo que en la película, al final el resultado de las locuras de algunos destacados miembros del establishment occidental sea facilitar y acelerar la eclosión de unas nuevas pautas de política y poder, ahora a escala global, en que la arduamente gestada democracia occidental y sus sociedades abiertas ya no sean la principal referencia.
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