Al tiempo que la Administración Bush cuenta los meses que le quedan de mandato, lo cierto es que se ha embarcado en un par de derroteros que, en caso de seguirse hasta el final, condicionarán de raíz las intenciones y propósitos de la administración Obama o McCain y atormentarán a Estados Unidos durante años.
El primero consiste en solidificar – literalmente, a base de hormigón- nuestra ocupación de Iraq. Pese a la frecuente oposición de políticos experimentados y numerosas resoluciones prohibitorias del Congreso, hemos construido una serie de bases permanentes para albergar a nuestras tropas y mantenerlas allí. Cosa que constituye una equivocación y, además, es contraria a los intereses nacionales de Estados Unidos.
Hace unos siete años, nos dijeron que el ataque contra Iraq se hallaba justificado porque Iraq poseía armas nucleares, químicas y biológicas y estaba a punto de atacar a Estados Unidos. Iraq no poseía ninguna de tales armas y además no habría podido atacar a Estados Unidos. Pero nuestra ocupación de ese país nos ha dañado tanto como si efectivamente nos hubiera atacado: un millón y medio de nuestros soldados han cumplido misiones en Iraq.
Más de 4.100 han muerto y los heridos ascienden a unos 400.000 (la cifra oficial de 20.000 heridos es ridícula: sólo este año más de 300.000 precisarán tratamiento médico).
Nuestras fuerzas armadas acusan la falta de recursos y para reponer efectivos estamos arañando los fondos de nuestro tejido social reclutando mediante incentivos a los sectores desfavorecidos – algunos, incluso, con antecedentes penales-; entre tanto, nuestra flor y nata de la oficialidad, incluso los graduados de West Point, abandonan el ejército en tropel.
En la actualidad, hemos ocupado Iraq un plazo superior al de nuestra intervención en la Segunda Guerra Mundial. La ocupación ya nos ha costado más que la guerra de Vietnam. Cada minuto cuesta a nuestro país casi medio millón de dólares. Para sufragar la guerra, nos hemos endeudado tanto en el extranjero (alrededor de tres billones de dólares) y hemos contraído una deuda nacional tan elevada (alrededor del 70% del PIB), que nuestro nivel de vida ha empeorado. Nuestras ciudades acusan la decadencia, nuestro transporte público está desvencijado y maltrecho, nuestras fábricas, anticuadas, no son competitivas, las líneas aéreas rondan la bancarrota (ocho están al borde de caer en tanto que otras reducen servicios de los que dependemos); además, con la gasolina a más de cuatro dólares el galón (3,7 litros), la industria automovilística pasa serios apuros: en el caso de General Motors, ir a la bancarrota ha dejado de ser algo inconcebible. Incluso los bancos gigantes han sufrido enormes pérdidas y uno de ellos, Bear Stearns, se ha desplomado.
Las empresas reducen plantilla en todas partes y se desprenden de decenas de miles de trabajadores estadounidenses; la construcción de nueva vivienda desciende y el sector de la construcción ha perdido 35.000 empleos sólo en el mes de mayo de este año. Hay 8,5 millones de parados y 5 millones han dejado de buscar empleo. Otros cinco millones han encontrado empleo sólo a tiempo parcial y mientras suben los precios nuestro dinero vale menos cada día. Nuestra economía padece, y nuestra sociedad también.
En tanto, han caído los valores inmobiliarios (en algunos casos hasta el 30%), cientos de miles de personas no han podido atender el pago de sus hipotecas y hasta dos millones de personas pueden enfrentarse a una ejecución hipotecaria; 37 millones de estadounidenses han descendido por debajo del umbral de la pobreza; la atención sanitaria no cubre a 47 millones de estadounidenses y nuestros niveles educativos han caído a estándares propios de muchos países del Tercer Mundo.
El presidente de la Reserva Federal nos dice que la situación actual, aun siendo mala como es, empeorará; el desempleo aumentará y los salarios disminuirán.
¿Por qué ha sucedido todo esto? Se pueden mencionar diversas causas, pero una causa importante es la guerra en Iraq, que cuesta el equivalente de una cuarta parte del PIB.
Y ahora nos dicen que hemos de ir a otra guerra, que Irán está a punto de atacarnos y/ o a Israel con armas nucleares. La misma cantinela que en el caso de Iraq. Sin embargo, nuestras 16 agencias y organismos de inteligencia nos comunicaron en noviembre del 2007 que "Irán no sólo carece de armas nucleares en la actualidad sino también de un programa específico para fabricarlas".
El presidente Bush pidió, y obtuvo, una asignación de 400 millones de dólares del Congreso para respaldar los esfuerzos políticos y militares conducentes a derribar el régimen iraní. Según fuentes solventes, fuerzas especiales estadounidenses ya operan en Irán. La Administración aboga por un bloqueo que, según el derecho internacional, constituye un acto de guerra.
Irán no puede atacar a Estados Unidos, pero si Estados Unidos ataca a Irán volveremos a "jugar el partido de Iraq"… a escala mucho mayor. Irán triplica, aproximadamente, el tamaño de Iraq y se ha preparado para defenderse durante varios años. Piensen lo que piensen de su gobierno, los iraníes son un pueblo orgulloso y nacionalista. Guardan amargo recuerdo de generaciones de espionaje, invasión y dominio británicos, rusos y estadounidenses. Si invadimos su país, lucharán por su patria.
¿Cómo repercutiría la guerra con Irán en Estados Unidos?
En primer lugar, aunque probablemente podríamos destruir sus fábricas, instalaciones militares e incluso ciudades con bombardeos, tales ataques por sí solos no destruirían la totalidad de sus instalaciones nucleares, de modo que seguramente deberíamos invadir por tierra. Y, entonces, empezaría la guerra de verdad: la guerra de guerrillas. Pero, a diferencia de Iraq en el 2003, Irán se halla presto a resistir. Cuenta con 150.000 milicianos leales y bien equipados. Y cabría esperar que el número de estadounidenses muertos y heridos superaría varias veces los registrados en la guerra de Iraq.
En segundo lugar, casi con seguridad un ataque cerraría el grifo del 8% de la energía mundial que produce Irán. Además, y en respuesta a nuestro ataque, los iraníes contraatacarían enviando al Golfo sus lanchas y submarinos dotados de misiles y torpedos. Tales ataques, es cierto, podrían ser simplemente suicidas, pero también es verdad que casi con seguridad interrumpirían o reducirían drásticamente el 40% de la energía mundial que se transporta por el Golfo. El precio de la energía se dispararía. Como consecuencia de la guerra de Iraq, subió de alrededor de 25 dólares el barril a unos 150 dólares el barril; los expertos pronostican que el precio se duplicaría o aun triplicaría. Tal circunstancia afectaría profundamente la calidad de vida por la que nos hemos esforzado durante varias generaciones y nos sumiría en una depresión social y económica de la que tratarían de escapar hasta nuestros nietos.
En tercer lugar, un ataque contra Irán se consideraría una agresión y dañaría seriamente la imagen de Estados Unidos en todo el mundo, alentando renovados movimientos yihadistas antiamericanos en todo el mundo islámico. Y los propios estadounidenses podrían dar por supuesto que podrían producirse contraataques en suelo patrio.
En cuarto lugar, aunque un ataque estadounidense o israelí podría retrasar temporalmente o incluso detener la puesta a punto de tecnología nuclear en Irán y acaso derribar su gobierno, daría paso a la firme resolución de cualquier gobierno iraní posterior en el sentido de hacerse con armamento nuclear para proteger a su país de nuestro eventual ataque. Un ataque contra Irán sería contraproducente al garantizar precisamente lo que tratamos de evitar.
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