En España los muertos, si son ilustres, alcanzan casi la beatitud. Nosotros no hacemos obituarios, nosotros canonizamos. Nuestro respeto a los muertos, en contraste con el desprecio con el que frecuentamos a los vivos, es tan atávico y religioso que no nos importa mentir, con tal que la figura quede entronizada en nuestro paraíso histórico. Por supuesto es un ritual que apenas dura unos meses y sólo limitado al qué dirán. ¿Quién tiene la mala entraña de hablar mal de un difunto en público? De poco vale que usted ose decir que no se trata de hablar mal ni bien sino tan sólo de respetar la biografía del difunto y explicar su legado a quienes no le conocieron, o le conocieron poco. Zarandajas.
Un muerto ilustre es un bien colectivo que se reparten sus coetáneos en forma de loas. Confieso que no me agrada escribir sobre fallecidos que no estimé en vida, pero a veces sucede que uno se queda paralizado ante la desproporción del elogio. Les parecerá una exageración, pero en lo que respecta a los muertos y las necrológicas no creo que hayamos cambiado mucho desde la época de los Austrias. Aún recuerdo el fallecimiento de Jesús Polanco, conocido empresario de los medios de comunicación, del que sabía un poco. Esa obligatoriedad de que todos y cada uno de los empleados aporten su óbolo de agradecimiento en forma de artículo me parece una desmesura, amén de cierto desdén a los lectores. Bastaría decir que si fuera estrictamente cierto todo lo que se ha escrito sobre él, en vez de rico hombre de negocios hubiera tenido que optar por el priorato de un cenobio, cosa que, con muy buen criterio hacia sus habilidades, él no escogió.
Está pasando algo entre nosotros que o corregimos o nos metemos en una charca que liquidará el periodismo. ¿Cuánto dura la autenticidad de lo que escribimos? ¿Hacemos artículos para que no se crean y otros para que sí? ¿Ponemos alguna señal para que el lector descubra cuándo vamos en serio y cuándo se trata de una obligación social? ¿Y a qué llamamos obligación social en periodismo? Reconozco que me crispa las meninges cuando leo que cualquier personaje de sinuosa historia se convierte, la noche misma de su muerte, en un dechado de virtudes, modelo generacional. Me ocurrió ya en algunas ocasiones concretas. Llevo trabajando desde hace tiempo en la biografía completa de Adolfo Suárez -Ambición y destino-,sobre el que ya escribí un libro cuando era presidente del Gobierno en el que abarcaba su trayectoria sólo hasta la primavera de 1979. Y en estas estaba cuando se muere Leopoldo Calvo-Sotelo. Puedo decir con conocimiento de causa que es necesario hacer un esfuerzo para descubrir algo que tenga que ver con su personalidad y su trayectoria política entre las páginas necrológicas que he leído hasta ahora. Nadie le puede discutir a Leopoldo Calvo-Sotelo una cierta discreción en situaciones que a cualquier otro político le hubieran significado el ludibrio de por vida. Entró en la política como una posibilidad y salió de ella tras un fracaso espectacular que hubo de asumir casi en solitario, cuando la verdad es que repartiendo culpas y responsabilidades, la suya no era la mayor. No estoy inventando nada ni diciendo algo nuevo, él mismo lo escribió en un libro -Memoria viva de la transición- al que en su día dediqué un artículo en La Vanguardia – junio de 1990- que titulé "Retratos de familia tras la quiebra".
Huérfano desde los siete años, sobrino del protomártir don José, activo militante de las Juventudes Monárquicas, nacionalcatólico medular con el aditamento de casarse con una hija del inventor del nacionalcatolicismo, el inolvidable ministro de Educación Nacional Ibáñez Martín. Padre de ocho hijos, se dedicó más que a su carrera de ingeniero de caminos al mundo de la empresa y la finanza, hasta su incorporación, casi cincuentón, al gobierno de Arias Navarro dentro del paquete de promociones sugeridas por el Rey para preparar la transición y encontrar al hombre que la facilitara: Alfonso Osorio, Marcelino Oreja, Adolfo Suárez y Leopoldo, ministro de Comercio, todos casados con hijas de ministros de Franco, menos Suárez, que era de Ávila. Su papel entre las familias que formaron aquel eficaz engendro que se llamó la Unión de Centro Democrático fue importante pero secundario. Fiel gregario entre los democristianos conservadores (su querencia natural) y la atención al mando único que representaba el presidente Adolfo Suárez. Tan es así que cuando las cosas se pusieron imposibles para Suárez y hubo de dimitir, no encontró sucesor mejor que Leopoldo; hubiera preferido a Rodríguez Sahagún, pero lo adoptó el propio presidente recién dimitido en la creencia de que, como suele decirse, le calentara la silla mientras volvía.
Hay que decirlo todo porque si no engañamos a la gente, cada vez más crédula y desinformada. Leopoldo Calvo-Sotelo fue presidente tras una elección en la cúpula de UCD en la que participaron diez personas y teniendo como urna un cenicero donde cada cual depositó su papelito. Seis le votaron a él y así fue como este hombre inició su accidentada carrera a la presidencia. La selectiva memoria de Jordi Pujol en el artículo necrológico que le dedica – "Referente de la transición"- afirma que en un ejercicio de responsabilidad le votó el grupo de CiU en el Parlamento. Sí, pero con un pequeño detalle, lo hizo inmediatamente después del golpe de Estado, que nada casualmente se acometió el lunes, 23 de febrero, durante la segunda votación, porque la primera, la del viernes 20 de febrero, no obtuvo ningún apoyo, y menos de CiU, que igual que todos los otros grupos lo consideraban un candidato impresentable. Y así fue como empezó la efímera presidencia de Calvo-Sotelo, que a pesar de su frágil legitimidad tuvo intención de terminar la legislatura y llegar hasta marzo de 1983, de no ser porque los tres tenores del gobierno -Pío Cabanillas, Martín Villa y J. J. Rosón- le convencieron de que la cosa no daba más de sí. Eso sin contar las deserciones en su partido, la UCD, hacia la derecha -Herrero de Miñón y Ricardo de la Cierva-, y hacia la izquierda, Fernández Ordóñez, su ministro de Justicia, que sacó a pedazos la ley de Divorcio que él no aprobaba. La única decisión que sí adoptó, y tengo serias dudas tanto de su oportunidad como de su derecho a comprometernos entonces en tal opción estratégica, fue el ingreso de España en la OTAN. Respecto al juicio a los golpistas militares y civiles del 23-F, corramos por ahora un tupido velo.
Acabó su carrera política barrido por las urnas en octubre de 1982, junto al inefable Landelino Lavilla y otros referentes de la transición -por utilizar la plástica imagen pujoliana-, en uno de los fracasos políticos más singulares de nuestra historia; siendo presidente del Gobierno y número dos de la lista por Madrid no salió ni siquiera diputado. Había leído y disponía de una cultura, hablaba idiomas, estaba viajado y tenía ese inconveniente de las personas con conocimientos en un mundo de improvisadores, como es la clase política española en general, y es que daba en pedante. Y el halo de presidente, por más que lo hubiera sido de rebote y con cenicero, subió el alto concepto que tenía de sí mismo hasta alcanzar cotas cómicas. Una de las cosas más divertidas que se han escrito en los delirantes artículos necrológicos es que con él murió "un virtuoso" del teclado. Todo nació por una foto de campaña en la que Calvo-Sotelo posaba ante el piano blanco de su casa. Él mismo confesó que no lo tocaba desde hacía tropecientos años y que nunca se había distinguido por hacerlo bien, lo cual no obsta para que fuera el único presidente melómano de la historia de España, repúblicas incluidas. No creo que nunca en nuestra historia hubo nadie en el poder que gustara de la música desde el siglo XVI – no me refiero a esposas de reyes y gobernantes-, fuera de la inclinación atribuida a Carlos V por la hermosa pieza Mille regrets;referencia que a lo mejor se inventó algún afanoso historiador. A Leopoldo, en los últimos años, le dio por querer ser académico de la lengua y no lo consiguió. Hombre lento de reflejos no percibió que la Real Academia de hoy está destinada a los nuevos referentes de la transición. Descanse en paz, porque estoy seguro de que no era un mal hombre pese a que fue un mediocre gobernante.
Addenda. Ayer apareció en La Vanguardia una desaforada carta al director con insultantes referencias mías a Baroja, Benedetti y otros. Basta leer el libro sobre Rafael Barrett – Asombro y búsqueda de Rafael Barrett- para saber qué es lo que escribí yo y quién es Francisco Corral.
Gregorio Morán
La Vanguardia (10.05.2008)
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