No sé por qué la gente se gasta el dinero en ir a ver esas películas de terror que están tan de moda, cuando basta con abrir el periódico y leer noticias como la de los 11 inmigrantes de Costa de Marfil que iban escondidos en la tripa de un barco rumbo a Europa del Norte; cuando les descubrieron, a la altura de Canarias, uno ya había muerto. Basta con imaginar las condiciones de vida de ese largo encierro para quedar sobrecogido. Eso sí que es gore y no Hannibal Lecter.
La gran épica del siglo XXI la están escribiendo los inmigrantes, estas imparables oleadas de seres humanos que vienen a estrellarse contra las orillas de los países ricos, y por encima de los cadáveres se encaraman y pasan sus compañeros vivos, tenaces, estoicos, heroicos. Algún día se hablará de esta gesta como ahora se habla de la conquista del Oeste americano.
Son los pioneros de hoy y están cambiando el mundo. Y para bien. La inmigración enriquece un país, no sólo económicamente, cosa que todos parecen tener claro (según datos de la Comunidad de Madrid, el 71% de los españoles piensa que la inmigración es positiva para la economía), sino también socialmente, porque esas gentes son en su mayoría los más audaces, los más trabajadores y emprendedores. Y los más dispuestos a apreciar su nueva tierra. Hace un par de meses coincidí en un semáforo de Madrid con un chico de unos treinta años que, por sus rasgos, debía de ser de procedencia andina. Conducía un pequeño utilitario limpísimo y flamante, nuevecito. Del espejo retrovisor colgaban, como adorno, dos dados de felpa enormes, grandes como pomelos, con los colores de la bandera española. Ya ven, me produjo ternura esa muestra de patriotismo desaforado en un país en el que la bandera da sarpullidos. Todas esas ganas de agradar, y de ser feliz, y de quedarse.
El País (22.04.2008)
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