Una ciudad vitalista y universalmente admirada vive su ‘annus horribilis’. Barcelona se asfixia como consecuencia de años de malas políticas de la Generalitat y el Ayuntamiento. Necesita catarsis y liderazgo
Annus horribilis de Barcelona. La ciudad española con mayor proyección internacional, icono mundial de buenas prácticas urbanísticas, culta, rica, moderna, creativa, innovadora, amable, abierta, progresista, divertida, deseada para vivir, emplearse o visitar, aparece, de repente, a los ojos del mundo como una ciudad sedienta, parcialmente a oscuras, caótica en sus comunicaciones, conflictiva, cuestionada, insegura ante su futuro.
La disolución de la Corporación del Gran Barcelona fue un desastre inapelable –
Mal explicada y administrada, la política lingüística impide a Barcelona importar talento
Es conocido cómo se ha llegado a esa situación: las arterias por donde fluye todo aquello que Barcelona necesita para su vida y crecimiento (autopistas, puentes, redes eléctricas, canalizaciones de agua, túneles, vías férreas, aeropuertos…) son como un corsé que le impide el aliento.
Pero conocer lo que falla no implica conocer el porqué. ¿Cómo nadie ha sabido adelantarse, anticipar, planificar? ¿Cómo una ciudad que fue capaz de organizar los Juegos Olímpicos de 1992 da muestras ahora de tal incapacidad?
Lo que le pasa a Barcelona es, a mi juicio, el resultado de dos factores principales. El primero, la política de construcción nacional de los gobiernos de Pujol durante veinte años. A Barcelona no le han sentado bien algunos aspectos de esa política; ha sido su gran damnificada. Segundo, las falsas ideas sobre el modelo de crecimiento y de ciudad sostenible defendido por la izquierda. Ideas aparentemente progresistas pero que han llevado a una parálisis en materia de infraestructuras. Hay otros factores, como son actuaciones u omisiones de la Administración y el Gobierno central, especialmente en materia de infraestructuras ferroviarias. Pero, por más conocidos, los dejo fuera de este artículo.
Antes de comentar los dos primeros, permítanme una pequeña referencia a la geografía física y moral de Barcelona que ayudará a entender algunas cuestiones actuales. Barcelona es una ciudad-municipio constreñida en un reducido territorio limitado por dos pequeños ríos, una montaña y el Mediterráneo. En ese reducido espacio vital se levantó la «fábrica de España», un núcleo comercial, industrial, social y urbano dinámico y creativo en el que los inmigrantes, los nouvinguts, jugaron un papel determinante.
Esa ciudad-municipio ha sido también una pequeña ciudad-estado enfrentada tanto al poder central como al territorial más próximo, que a lo largo de la historia han tratado de controlarla. De ahí que las murallas y fortalezas que la cercan tuvieran una función no defensiva sino de sometimiento. Pero Barcelona siempre tuvo el tono moral y la habilidad política para romper esos corsés. Primero, al grito de «¡Abajo las murallas!», lanzado por los progresistas del bienio liberal de 1854-56, construyó la ciudad modernista actual. Un siglo más tarde, con el crecimiento económico y la llegada masiva de inmigrantes de toda España se planteó el dilema de Gestión o caos (título de un influyente documento del Círculo de Economía del año 1972). La respuesta fue la creación de la Corporación Metropolitana de Barcelona en 1974, instrumento indispensable para planificar, coordinadamente con el resto de municipios vecinos, las infraestructuras de uso público de la Gran Barcelona.
La llegada de la democracia y el nuevo poder autonómico tuvo un efecto inesperado. Las nuevas élites políticas nacionalistas vieron en la Gran Barcelona un obstáculo para la construcción de la identidad nacional catalana. Un contrapoder para el nuevo poder de la Generalitat. Por eso Jordi Pujol suprimió la Corporación Metropolitana en 1987. De aquellos polvos, estos lodos.
El nuevo poder autonómico avivó, además, intereses territoriales contra Barcelona. La norma electoral, en la medida en que favorece la representación política del territorio, ayudó. La procedencia geográfica de los miembros de los gobiernos de la Generalitat es un reflejo. Las políticas de infraestructuras otro. Barcelona quedó desatendida. El minitrasvase del Ebro del año 1981 destinado a apagar la sed de Tarragona se quedó a una escasa docena de kilómetros de la tubería que llega a Barcelona. Hasta hoy ningún partido se ha atrevido a defender ese pequeño enlace. Todo por el miedo a perder un diputado territorial. Es un ejemplo. Hay otros.
Además, a Barcelona le han perjudicado las falsas ideas de la izquierda socialista y verde sobre el crecimiento, las infraestructuras y el medio ambiente. La creencia de que se puede mejorar el bienestar y el crecimiento sin impactar en el medio ambiente. Que para asegurar las necesidades de Barcelona no hacían falta nuevas infraestructuras, sino que bastaba con mejorar la eficiencia en el uso del agua, la electricidad, o la movilidad. Este pensamiento posiblemente estuvo influido por la perdida de impulso y de población que sufrió Barcelona en los ochenta. Pero cuando volvió el crecimiento y la población volvió a aumentar, esas falsas ideas bloquearon la acción.
Por otro lado, el uso corporativo de la lengua ha obstaculizado la capacidad de Barcelona para atraer talento, un capital tan necesario como las infraestructuras. No hablo del modelo de política lingüística, tan válido y discutible como cualquier otro pero que no ha generado problemas sociales significativos. No hay exclusión social por motivo de lengua. Lo que ha habido es una utilización de la lengua por parte de las nuevas élites políticas y burocráticas para reducir la competencia y reservarse el acceso a los puestos de trabajo de la Administración, que es el gran empleador de Cataluña: escuelas, universidades, sanidad, seguridad social, cárceles, etc. Es ese objetivo corporativo, y no el de la defensa de la lengua catalana -garantizada a través del sistema educativo-, lo que explica los reglamentos lingüísticos restrictivos de acceso a empleos públicos.
Esto ha creado una imagen antipática del catalán. Pero aún más importante es el corsé que eso significa para la llegada de nuevo talento, necesario para el éxito de Barcelona. Imaginen qué sería del Barça si tuviese que renunciar a traer a los mejores jugadores del resto de España y del mundo porque no tienen el nivel C de catalán. O, sencillamente, si éstos no quisieran venir por ese temor. Sería ilustrativo conocer a cuántos ejecutivos consiguen retener las empresas catalanas cuando absorben a otras del resto de España por el temor infundado a la lengua. O cuántos dejan de venir a nuestras universidades, o se van de ellas. Éste es un corsé menos visible que el de las infraestructuras, pero de igual importancia.
¿Cómo se rompen estos corsés que disminuyen el bienestar y el crecimiento, además de deteriorar la imagen de Barcelona? En mi opinión sólo con una gran catarsis política e ideológica. Pero esa catarsis sólo puede ser provocada por una gran crisis. Por eso pienso que este annus horribilis de Barcelona tendrá un efecto salutífero, al obligar a cambiar esas políticas e ideas erróneas. No hay mal que por bien no venga. El dilema es, de nuevo, gestión o caos. Pero para gestionar con visión de futuro la crisis actual de Barcelona se necesitan, al menos, dos cosas adicionales.
En primer lugar, instrumentos de planificación, coordinación y negociación entre todas las partes, como fue en su momento la Corporación Metropolitana. Esos instrumentos pueden contribuir a crear una nueva cultura y un nuevo tipo de proceso de decisiones en materia de infraestructuras y medio ambiente. Después de varias décadas de democracia no hemos cambiado en España el modelo de la dictadura: enviar, por las buenas, a técnicos y máquinas, acompañados de una pareja de la Guardia Civil para disuadir a los resistentes. Este modelo no funciona en sociedades libres, democráticas, que practican el NIMBY (sí a las infraestructuras, pero not in my back yard!, en mi patio trasero!). Una sociedad participativa y compleja exige procesos deliberativos que ofrezcan buena información sobre las diferentes alternativas y sus costes, y que oiga todas las voces e intereses.
En segundo lugar, se necesita un sólido liderazgo político local. Barcelona logró romper sus corsés y dar un salto adelante coincidiendo con fuertes liderazgos políticos. Fue el caso del alcalde Porcioles en la etapa de la dictadura y de Pascual Maragall en la democrática. Un liderazgo que contribuya a convencer a todos los catalanes de que lo que es bueno para Barcelona es bueno para Cataluña.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
El País (13.04.2008)
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