Ayer se presentó el libro de memorias del profesor Manuel Jiménez de Parga. El título es bien expresivo de su personalidad: Vivir es arriesgarse (Planeta, Barcelona, 2008). Y el subtítulo revela el contenido del libro: Memorias de lo pasado y estudiado. Efectivamente, además de explicar "lo pasado", es decir, los aspectos más destacados de su larga trayectoria como universitario, abogado, analista político y hombre público, el autor aprovecha la ocasión para hacer numerosas observaciones, al hilo del relato de los hechos, desde su condición de estudioso. Así pues, no son propiamente unas memorias al uso y se convierten, de hecho, en un legado de las posiciones que Jiménez de Parga ha sostenido, con rara constancia, a lo largo de toda su vida, tanto en las materias jurídicas de su especialidad, como en el campo ideológico y político.
Ya hemos dicho que el título – Vivir es arriesgarse – es muy adecuado a la personalidad del autor.
¿Qué significa arriesgarse? Como mínimo, este verbo puede interpretarse en dos sentidos. En primer lugar, arriesgar significa exponerse a un peligro, atreverse a hacer una cosa que no se sabe muy bien cómo puede acabar y que puede terminar bien o mal.
Pero, en segundo lugar, arriesgarse es también comprometerse, es decir, implicarse en algo que va algo más allá de tus propios y exclusivos intereses individuales, en coherencia con tus ideas y con tu ética personal. Los riesgos que corrió Jiménez de Parga, y que relata en su libro, responden a los dos sentidos del término arriesgarse, son tanto una ocasión de peligro como un compromiso, y en muchos casos ambos a la vez. Los que le conocemos desde hace muchos años sabemos de su osadía y de su coraje en defender aquello en lo que cree, aun cuando el medio en que ejerza esta defensa sea adverso u hostil.
A lo largo de sus memorias, los dardos más sutilmente envenenados siempre van dirigidos contra los que él siempre ha llamado los tibios, utilizando esta palabra en su sentido evangélico; es decir, aquellos que piensan o creen, con mayor o menor intensidad, en unos determinados principios pero sólo se comportan conforme a los mismos y los expresan en público cuando saben que serán aceptados por la sociedad y los poderes públicos del momento. En eso, Jiménez de Parga ya puso sobre el tapete la trampa que supone lo que, siguiendo la terminología anglosajona, hoy suele denominarse pensamiento políticamente correcto. Nunca ha sido Jiménez de Parga políticamente correcto: siempre ha dicho lo que creía que podía ser inconveniente, no por el muy dudoso placer de llevar la contraria, sino porque ha considerado que, para decir aquello en lo que todos ya están previamente de acuerdo, sin aportar nada nuevo, mejor es quedarse callado.
En este sentido, a pesar de la consideración intelectual y social de la que ha disfrutado, Jiménez de Parga ha sido siempre un disidente, un incómodo crítico, un discrepante en cualquier situación. En ocasiones, algunos confunden disidencia con extremismo. Nada tienen que ver. Jiménez de Parga siempre ha sido una persona más o menos equidistante de los extremos, por tanto, nada extremista, a menos que pueda ser considerado extremista el que se define, como suele hacer un amigo mío, como de extremo centro. Pues bien, situado invariablemente en posiciones templadas, no habiendo sido nunca fanático de nada, siempre ha sido una persona que ha transitado por caminos peligrosos, llegando sin complejo alguno a metas que nadie hasta entonces se había atrevido a alcanzar.
Como muestra dos ejemplos, entresacados de otros muchos que están en las páginas de su libro. La primera tesis que se presentó en catalán en la Universitat de Barcelona, escrita por el historiador Hilari Raguer, fue dirigida por Jiménez de Parga. Esto sucedía todavía en pleno franquismo, en la misma época en que otro catedrático de la misma universidad, después máximo dirigente de ERC, prohibía hacer lo mismo a un discípulo suyo. En 1966, cuando ser considerado monárquico era casi sinónimo de ser muy escasamente democrático, Jiménez de Parga ya defendía públicamente la monarquía parlamentaria como la solución – cuidado, no la salida menos mala al franquismo- para el futuro de España. Y no sólo la defendía, sino que incluso publicó un libro, cuyo título era Las monarquías europeas en el horizonte español,para fundamentar cuál debía ser su futuro diseño constitucional.
Al tiempo, su despacho profesional y su cátedra eran unos de los centros conspirativos más activos de Barcelona. Como abogado estaba continuamente defendiendo antifranquistas ante el Tribunal de Orden Público y, una vez legalizado el PSUC, Antonio Gutiérrez Díaz le pidió que redactara sus primeros estatutos para poder presentarse a las primeras elecciones democráticas, cosa que hizo desinteresadamente. Unas semanas después, Adolfo Suárez le escogió como ministro de Trabajo. Todo ello sin complejo alguno, sin calcular los peligros, arriesgándose por fidelidad a sus creencias y a sus ideas.
Muchas lecturas pueden hacerse de este libro. Una de ellas es la que he intentado reflejar aquí: para el intelectual, no arriesgarse, estar entre los tibios, es morir.
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