La verdad es la primera víctima de la guerra y la de una campaña electoral, la sensatez. Hay que renunciar al buen juicio para creer a un Ibarretxe cuando se empeña en reducir la sociología (la pluralidad social del País Vasco) a biología (mito de la tierra y sangre); o a ese Rajoy que, teniendo al cuerpo de Isaías Carrasco por testigo, había hablado de la traición socialista a las víctimas; incluso a Zapatero que invocaba la deslealtad de la oposición para ocultar o legitimar sus propias torpezas. Maniataban la realidad para hacer caja electoral.
A la vista de los resultados, todos han ido de consulta al sentido común y se puede aventurar que en el futuro inmediato habrá menos gestos radicales y más voluntad de consenso. Lo de Arrasate es un test. Sería una pena, empero, que se mantuviera activo el único consenso que merece ser denunciado. Me refiero al acuerdo implícito de todos los partidos en no dar significado político a la existencia de víctimas. Atenderlas, sí; significado político, no, dicen.
Claro, si la significación política de las víctimas se substanciara en los desvaríos de Francisco Alcaraz, habría razón para el rechazo, pero no hay que confundir significado político de las víctimas con opinión política de las organizaciones que los representan. El significado político se deriva de lo que la víctima es objetivamente. Es la respuesta a los daños personales, políticos y sociales que lleva consigo el acto violento o, dicho de otra manera, es entender esos daños como injusticias que reclaman una respuesta política y no sólo económica o sentimental.
Hay, desde luego, un daño personal que es irreparable. La única forma de justicia pensable, frente a la injusticia que supone la privación de la vida que conlleva el crimen, es la que proporciona la memoria y que consiste en reconocer la irreparabilidad del daño y su vigencia. Gracias a la memoria mantenemos vivo en la conciencia de la sociedad un daño irreparable que clama justicia, aunque no pueda ser satisfecha. Es una forma modesta de justicia porque sólo consigue mantener vigente, contra todo olvido, la injusticia cometida, pero de un enorme alcance político pues convierte a la memoria de los muertos en piedra angular de la política de los vivos.
Pero hay un campo, el de la política, en el que la memoria de las víctimas admite y exige traducciones prácticas. Las pistolas asesinas llevan un mensaje político en la recámara. Si recordamos el asesinato de Isaías Carrasco, las balas no pretendían sólo fomentar la abstención, sino también negar su ciudadanía. Para la sociedad vasca por la que ellos "luchan" y en cuyo nombre matan a hombres como Isaías, maketo y militante de unpartido que va más allá de las fronteras de la tribu, son prescindibles. El proyecto soberanista con el que sueñan está basado en rasgos etnicistas y quien carezca de esa herencia no merece la condición de ciudadano. Ese soberanismo político es el que queda deslegitimado con cada asesinato.
Se dirá que estos condicionantes etnicistas son también los del nacionalismo democrático y que su validez no puede ser cuestionada por los excesos de los pistoleros. Pero esa es precisamente la novedad que debe ser pensada. El soberanismo de los moderados queda contaminado por la barbarie de los radicales por dos razones: porque ha medrado gracias a las pistolas (la imagen de Arzallus, "unos menean el árbol y otros recogemos las nueces", es de una precisión matemática) y porque en su extremismo negador expresan el carácter excluyente de todo soberanismo basado en la sangre y en la tierra.
La memoria de las víctimas altera profundamente la lógica política porque obliga a colocar la ciudadanía negada de la víctima en el centro de un proyecto político que ya sólo puede ser postnacionalista. Y eso, ¿qué quiere decir? En primer lugar, que el pistolero no es un héroe, ni piedra angular de proyecto político alguno, sino un delincuente. Los discursos culturales o religiosos que subliman el tiro en la nuca hasta el altar de lo ejemplar o heroico, deben confrontar sus argumentos con la vida negada que es lo propio de la estrategia terrorista. Aquí la responsabilidad de la Iglesia vasca es mayúscula. Hemos pasado de un pastor, monseñor Setién, siempre comprensivo con la causa de los pistoleros, a otro, monseñor Uriarte, que la condena, pero en medio está lo que queda a su alcance: enfrentarse a tantos eclesiásticos vascos instalados en la causa de los que matan y fomentando un caldo religioso de cultivo que alimenta espiritualmente la violencia.
Y, en segundo lugar, que debemos repensar la figura del ciudadano, teniendo en cuenta la presencia omnipresente de la víctima en esa tierra. Desde Pericles, que se asombraba de que sólo en Atenas los hombres fueran reconocidos como ciudadanos, a Robespierre, que se negó a que en la Francia revolucionaria sólo lo fueran los propietarios (para señalar que la igualdad y libertad afectaba a los pobres introdujo el término Fraternité), ese concepto ha ido conquistando nuevos contenidos y espacios humanos.
Pues bien, la experiencia de la violencia terrorista en democracia obliga a avanzar un paso más. Aparece, en efecto, la figura del ciudadano postnacionalista que se definirá por hacer suya la causa del amenazado por la violencia, del negado por razones étnicas. Ya no hay manera de asociar ciudadanía a sangre y tierra porque las pistolas se encargan de demostrar que esa ciudadanía no soporta al diferente.
La víctima cuestiona la figura del nacionalismo etnicista, pero también la de quien piensa que la ciudadanía plena advendrá sencillamente con el final de la violencia terrorista. PNV, PP y PSOE coinciden en pensar la política al margen de las víctimas. Entiéndase bien: no es que sean complacientes con los matones y no se ocupen de aquéllas, sino en el preciso sentido de que todos coinciden en pensar que la violencia es un obstáculo provisional y que el día que desaparezca, volveremos a la normalidad, pasando página.
Quien así piensa niega que la violencia terrorista ya ahora ha invalidado formas y contenidos políticos, por un lado, y, por otro, ha cargado a viejos y venerables conceptos, como el de ciudadanía, de nuevos contenidos: la víctima anula la legitimidad del etnicismo y transforma la ciudadanía en responsabilidad por el más vulnerable. Esa es la tarea política en el País Vasco.
El terror, al producir víctimas, introduce significados que obligan a pensar postnacionalísticamente. Hemos avanzado mucho en la visibilización de las víctimas. Lo que ahora toca es reconocer su significación política.
Reyes Mate es profesor de investigación del CSIC y autor del libro Justicia de las víctimas. Terrorismo, memoria, reconciliación, Anthropos, 2008.
El País (9.04.2008)
Sé el primero en comentar en «Ciudadanía postnacionalista»