Una vez más, el Govern tripartito que dirige la Generalitat está dando muestras de su ineptitud, de nuevo cae en el ridículo. Ello no resulta ya raro, estamos acostumbrados. En los últimos años se han sucedido percances y desventuras diversas, ahora estamos en una de nuevo tipo: nos hemos quedado sin agua. Como por ensalmo, los embalses están vacíos. A los hundimientos, apagones, socavones y atascos, ahora debemos agregar la pertinaz sequía. Como en los viejos tiempos. El acreditado derecho secular adquirido por los barceloneses de que al abrir el grifo salga agua – derecho que se olvidaron garantizar en el nuevo Estatut- quedará, si Dios no lo remedia, severamente restringido. Ya andan poniendo multas a quien se excede: por lo visto los ciudadanos pasamos demasiado rato en la ducha y hasta algunos quieren llenar su piscina. Insostenibles somos.
Más allá del humor y la ironía, quizás la única defensa que nos queda, habría que comenzar a pensar en las causas de tanto desgobierno, en sus motivos de fondo. No puede ser una casualidad que sobre nosotros caigan todas esas desgracias juntas en tan poco tiempo. La sociedad catalana funciona en general de manera aceptable, muchos escogen Catalunya como lugar donde ir a vivir. Por algo será. El problema, por tanto, no está en la sociedad, el problema está en los políticos que tenemos. Con los políticos nos empieza a pasar como en Italia hace treinta años. Ahora allí ya es distinto, también la sociedad empieza a no funcionar. Es inevitable: si los poderes públicos son ineficaces, la sociedad se resiente. Quizás estemos ya en esta peligrosa pendiente.
Un observador tan ecuánime e informado como el economista Antón Costas lo advertía hace un par de días en El País:"Catalunya es la comunidad española donde es más difícil y engorroso llevar a cabo nuevas inversiones industriales y construir infraestructuras. Tanto que, si he de creer lo que oigo, muchos empresarios tienden a deslocalizar sus inversiones hacia otras comunidades. No tengo datos a mano para comprobarlo, pero sí puedo afirmar que es una opinión cada vez más extendida, no sólo en el mundo empresarial, sino también entre técnicos y responsables públicos de infraestructuras". Yo añadiría que no sólo es engorroso para las inversiones: también lo es para que vengan a Catalunya jueces y notarios, profesores de universidad y técnicos cualificados para las empresas.
En efecto, la sociedad catalana se muestra cada vez más cerrada. La obsesión por preservar una presunta identidad sirve de coartada para esconder mezquinos intereses corporativos, muy especialmente evitar la competencia profesional y laboral. Me comentaba hace un tiempo un profesor de la Universitat de Barcelona, no nacido en Catalunya y procedente de otras universidades de España, que desde que había llegado aquí, hace ya más de diez años, no pasaba semana sin que alguno de sus compañeros le preguntara, de manera descarada o sutil, cuándo dejaría Barcelona e iría a otra universidad, naturalmente de fuera de Catalunya. Siempre lo mismo: nosotros y los otros, los propietarios y los inquilinos. Hablan mucho de la identidad y lo que pretenden, simplemente, es un mejor puesto de trabajo con el menor esfuerzo posible. Estamos en la suave pendiente de una inevitable decadencia. Nos empobrecemos, material y moralmente.
Desde la Generalitat, los políticos catalanes han fomentado esta cerrada mentalidad desde hace treinta años. A sabiendas o sin saberlo. Y han fomentado, entre ellos mismos, más que nadie, esta endogamia corporativista. Los malos resultados están a la vista, gobiernen unos u otros. En cualquier empresa los hubieran despedido. Nosotros no podemos: no hay recambio a la vista, o el recambio es más de lo mismo.
El espectáculo de estos últimos días ha sido fascinante. Que se enfrenten oposición y Gobierno es normal. Que dentro del mismo Gobierno se opongan unos a otros no lo es, aunque al estar formado por tres partidos, alguna explicación tiene. Que discrepen públicamente los miembros de un mismo partido que son compañeros de gabinete es sumamente raro. Ahora bien, lo más sorprendente ha sido la división de opiniones por motivos territoriales: los consellers que viven en Lleida, aunque sean de partidos distintos, se han unido contra el resto. Esto no tiene explicación razonable alguna. Pero a esto hemos llegado.
Es decir, en Catalunya hemos llegado a que, dentro de un mismo gobierno, las opiniones se defienden no porque estén basadas en criterios objetivos y razonables, de validez universal, sino por la identificación con los intereses de un determinado territorio. Y no me refiero sólo a los consellers leridanos, sino a todos, es decir, también a los demás. Van a lo suyo, a defender a los suyos, no a defender los derechos e intereses de todos. Esto se llamaría solidaridad: no es una palabra de moda, la preferida es identidad, colectiva por supuesto. Todo hace pensar, pues, que la oposición al trasvase del Ebro podía estar basada en razones territoriales / identitarias semejantes. Lo que antes decían valencianos y murcianos, ahora lo sostienen los barceloneses. Quizás de aquellos polvos vienen estos lodos.
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