La utilidad de la violencia: el caso vasco (1ª parte)

El escritor y filósofo Fernando Savater“La domesticación es el proceso mediante el cual las especies depredadoras han conseguido que las especies presa acaten su voluntad dócilmente.” (Michael SWANWICK, Atrapados en la prehistoria)

La intimidación ha sido un procedimiento de control político a lo largo de toda la historia humana. Para influir sobre los colectivos sociales, quien aspire al poder debe prometer a los individuos lo que apetecen o amenazarles con lo que temen. El primer método presenta dos problemas básicos: uno, que dentro de los deseos hay una notable diversidad en cuanto se va más allá de las necesidades elementales de alimento, cobijo y seguridad; dos, que incluso los más crédulos desconfían de que las autoridades sean capaces de satisfacer las apetencias multitudinarias sin serias contrapartidas… o de que vayan a seguir intentándolo pasado el periodo electoral. Estas objeciones no entorpecen, por el contrario, el segundo procedimiento, o sea el basado en inspirar miedo. En el campo de lo terrorífico reina una confortable unanimidad.

“La domesticación es el proceso mediante el cual las especies depredadoras han conseguido que las especies presa acaten su voluntad dócilmente.” (Michael SWANWICK, Atrapados en la prehistoria)

La intimidación ha sido un procedimiento de control político a lo largo de toda la historia humana. Para influir sobre los colectivos sociales, quien aspire al poder debe prometer a los individuos lo que apetecen o amenazarles con lo que temen. El primer método presenta dos problemas básicos: uno, que dentro de los deseos hay una notable diversidad en cuanto se va más allá de las necesidades elementales de alimento, cobijo y seguridad; dos, que incluso los más crédulos desconfían de que las autoridades sean capaces de satisfacer las apetencias multitudinarias sin serias contrapartidas… o de que vayan a seguir intentándolo pasado el periodo electoral. Estas objeciones no entorpecen, por el contrario, el segundo procedimiento, o sea el basado en inspirar miedo. En el campo de lo terrorífico reina una confortable unanimidad. Todos los temores humanos se reducen fundamentalmente a uno, el de la muerte. Los sufrimientos y la falta de libertades alarman en mayor o menor grado, pero la privación de la vida concita acuerdo en el universal escalofrío. Quien se hace dueño verosímil de la administración de la muerte conseguirá así la obediencia más o menos renuente de la mayoría de la población. Pero además este tipo de amenaza resulta especialmente creíble: se duda de la eficacia o de la buena voluntad del benefactor pero rara vez de la capacidad ejecutiva del asesino. Cuando se tiene la fuerza, es mucho más fácil liquidar al prójimo que garantizar su contento… El tirano y el terrorista hablan un lenguaje que todos comprenden: diezmar, es decir ejecutar a uno de cada diez, significa en todas las lengua someter a nueve.

En concreto el terrorismo es un fenómeno de la sociedad de masas, como los campos de exterminio. Ataca preferentemente a los miembros de la “muchedumbre solitaria” de Riesmann, a cualquiera de los que se afanan y difuminan en las rutinas del gran hormiguero. Ayer buscaba ante todo acabar con los grandes prebostes, con los dueños del poder y de la riqueza, como para demostrar a los amos del mundo que por alta que sea su posición siempre están al alcance de alguien desesperado por la ausencia real o supuesta de justicia: de un vengador temerario de la igualdad humana conculcada. Aunque no faltan hoy tampoco los magnicidas, en general la moda de los atentados prefiere la cantidad a la calidad. A las democracias consumistas, en las que todo el mundo tiene voto y la opinión pública es el partido político mayoritario, se las amedrenta mejor golpeando a ciegas en supermercados, discotecas o rascacielos de oficinas. En tales casos, según ha explicado García Márquez, la primera bomba que produce víctimas anónimas despierta universal indignación contra los asesinos y apoyo a quienes prometen castigarlos con mayor rigor; la segunda o quizá la tercera ya empiezan a suscitar quejas contra los que deberían garantizar la seguridad y no lo logran (primero se duda de su celo, luego de su competencia, después de su legitimidad); a la sexta o séptima gran número de voces exige tomar en consideración las reivindicaciones de los terroristas y acusa al gobierno de ciega intransigencia…

Por supuesto, esta deriva nada tiene que ver con que los criminales actúen por unos u otros motivos. El procedimiento de intimidación asesina siempre es abominable, pero las democracias sólo pueden defenderse eficazmente contra él estudiando las causas ideológicas y sociales que lo originan en cada caso: en el buen entendido de que explicar las raíces de un movimiento terrorista no implica la obligación de aceptarlo comprensivamente ni de excusarlo, mucho menos todavía comenzar a ceder frente a él. Lo que resulta absurdo es convertir al terrorismo en algo único e idéntico en todas partes, un rostro superlativo de Mal que se manifiesta agrediendo de formas múltiples contra el Bien representado por los diversos gobiernos y sistemas político-sociales establecidos. Creer que sólo existe el Terrorismo es como creer que sólo hay que combatir contra la Enfermedad, sin discriminar si ésta procede de una infección o de un mal régimen higiénico, si afecta a los pulmones, al hígado o a la vista. Siempre es malo estar enfermo, pero nadie se cura si se aplica en todos los casos la misma terapia de choque. Por mucho que uno esté convencido de que el procedimiento criminal que toma a la población civil como rehén para atacar a sus gobernantes es invariablemente infausto, despreciable y agrava los defectos reales que pretende combatir, es imposible aceptar que el término “terrorismo” pueda aplicarse de modo explicativamente unívoco y sin mayores averiguaciones en Palestina y en Córcega, en Chechenia y en Colombia, en Nueva York, en Irak, en Madrid, Londres o en el País Vasco. Hay terrorismos que se inspiran en la arrogancia fanática y otros que se aprovechan de la desesperación famélica; unos se rebelan contra leyes que los marginan y otros sacan partido oportunista de leyes que les conceden no sólo garantías sino incluso privilegios; en algunos lugares provienen de agravios históricos auténticos que algunos se niegan a olvidar mientras que los hay que aspiran a reeditar odios teológicos o étnicos atávicos para encubrir demasiado actuales ambiciones de poder. Etc, etc…

Violencia instrumental y violencia expresiva

Quizá la taxonomía más elemental pero no por ello la más desdeñable aconseje clasificar la violencia terrorista en dos grandes grupos: instrumental y expresiva. La primera responde a demandas más o menos concretas, a reivindicaciones políticas, incluso a exigencias económicas de corte mafioso; la segunda no utiliza el terror como medio sino como un fin en si mismo, por el que aspira a demostrar de modo tan espectacular como sangriento la grandeza admirable de la propia causa: ¡que tiemblen quienes aún no les toman suficientemente en serio! La violencia instrumental admite en algunos casos transacciones y regateo entre lo que se concede y lo que se niega (si es que se considera prudente o posible pagar algún tipo de precio para recobrar la tranquilidad sobresaltada): a veces, tras alguna reforma, es posible incorporar a los propios terroristas a la vida legal y civilizada. Después de todo, los que recurren al terror como mera herramienta están por lo común deseosos de obtener lo buscado y quieren renunciar a los riesgos de la clandestinidad. En cambio, quienes utilizan la violencia para expresarse y autoafirmarse se convierten en verdaderos adictos a ella: son, ay, insobornables. No hay peor criminal que el criminal desinteresado, el que mata para que advenga el Reino de los Justos que ya está próximo y que él no verá. Entre estos activistas se da con frecuencia el asesino suicida, el que se inmola gustoso con sus víctimas con tal de que éstas alcancen un número suficientemente alto. Es difícil combatir contra ellos porque quien no teme a la muerte se vuelve efectivamente invulnerable, el arma más perfecta y letal que cabe imaginar para amedrentar a la multitud dentro de la que se disimula. También es cierto que en muchas ocasiones, tras el idealismo fanático del activista, se encuentran astutos burócratas que lo mueven como un peón para obtener ventajas que en principio no confiesan: el golpe terrorífico no es rentable para el suicida que lo lleva a cabo pero seguro que tras su barbaridad hay al acecho algún instigador que no piensa en inmolarse sino en cobrar. Lenin decía que el terrorismo nihilista de su época era “un puño sin brazo”; y no cabe duda de que él estaba dispuesto a dotarlo del brazo rector imprescindible para que resultase útil a sus intereses…

Fernando Savater
www.upyd.es, 1 de enero de 2008

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