Los jueces y su gobierno

Veintidós años después, el balance es negativo. Me refiero al cambio que la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 hizo del sistema de elección de los vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial. El abandono del sistema originario de 1980, genuinamente constitucional, de elección directa por los propios jueces, se ha saldado, se está saldando, con el bloqueo de este órgano; la idea de su politización no sólo no mengua, sino que contamina a la propia Justicia que gobierna. El ciudadano no hace distingos e identifica la lucha entre los partidos por las vocalías del Consejo con un reparto político de jueces y tribunales. Mucho habría que hablar y matizar, pero el resultado está ahí: tuvo sus responsables, como el bloqueo actual tiene los suyos. 

En 2001 se intentó un sistema mixto: ni elección directa por los jueces ni por los partidos, sino que los jueces propondrían a 36 precandidatos, de los cuales el Parlamento elegiría a los 12 vocales judiciales junto con los otros ocho vocales que siempre han sido y son de directa elección parlamentaria. Este sistema híbrido, nacido del Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia, tampoco ha evitado la politización -ahí está el bloqueo- ni ha sido enteramente satisfactorio. Por lo pronto, involucra a la propia Judicatura en un proceso tan partidista como el anterior, perjudica a los jueces sin afiliación asociativa y permite que los partidos obvien las preferencias de los jueces pudiendo elegir a precandidatos políticamente fieles pero judicialmente poco representativos. 

El mismo PP que en 1996 y 2000 abandonó su promesa electoral de volver al sistema de 1980, visto lo visto, la ha repescado en su reciente Conferencia sobre modelo de estado con el objetivo de «reforzar la calidad de nuestra democracia, a través de instrumentos de regeneración que profundicen en la imparcialidad e independencia de determinados órganos constitucionales». Sin embargo, el optimismo que debería embargar tal proclama se enturbia pues, al fin y al cabo, la propuesta no es abordar esa regeneración con una reforma legal, sino que se confía y difiere a una reforma nada más y nada menos que constitucional: salvo que un cataclismo en el sistema político lleve a un gobierno de concentración y de refundación democrática, lo que se propone es simplemente imposible.

Pero me quedo con el mensaje de fondo: el sistema de elección parlamentaria de los vocales del Consejo ha fracasado; vayamos a los orígenes y que de sus 20 vocales, los 12 judiciales sean elegidos directamente por los jueces. En numerosas ocasiones he sostenido que ese sistema fue eliminado sin constatar si incurría en alguna de las patologías presumidas por sus detractores. Decían que era democráticamente deficitario, corporativista y, además, gobernar a la Justicia no interesa sólo a los jueces, sino a los ciudadanos a través de sus representantes. Que el PSOE abandonase el pacto constituyente no tuvo otra explicación -el tiempo lo ha demostrado- que satisfacer su voracidad de poder, de poder total: en 1982 gozaba de una mayoría formidable -202 escaños-, gobernaba en casi todas las autonomías y en los principales municipios, pero la Justicia escapaba a su control. Ya había advertido que era el último reducto del más recalcitrante franquismo y, en fin, el entonces omnipotente Guerra sentenció que el Tribunal Supremo era un escollo para gobernar. 

Pero esto es el pasado. Sólo una inconmovible vocación de poder impediría ver que la Judicatura actual poco tiene que ver con la de 1982. Casi triplicada en número y una media de edad de 40 años, la gran mayoría de los jueces han sido seleccionados y formados en pleno desarrollo constitucional, son jueces europeos. Casi un millar procede del llamado cuarto turno y la incorporación de la mujer alcanza a las tres cuartas partes de las últimas promociones. Si perduran los recelos quizás sea por la conciencia de que las revoluciones no se hacen con toga, lo que hace que el juez no es que sea conservador en el sentido usual del término, sino que si es juez por vocación, convicción y, además, es independiente, actúa con una lógica que hace que el político no vea en él a un fiel funcionario, sino alguien no siempre controlable. Por cierto, hablo de la Judicatura normal, no de las astracanadas ni de los enloquecimientos representados por algunos miembros del star system judicial.

Pero volver al sistema de 1980 exige que antes esa nueva Judicatura responda a si está en condiciones de asumir su propio gobierno, si goza de visión institucional, de Estado; si entiende que el gobierno judicial implica hacer una política -la judicial- llamada a la coordinación, al consenso. Digo esto porque el rechazo judicial a implantar sistemas de organización, medición y evaluación del trabajo -indiscutidos en toda organización pública o privada-, la rebeldía ante los límites presupuestarios, la tendencia a enarbolar la independencia -venga a cuento o no- como salvoconducto frente a toda disciplina gubernativa, el asociacionismo concebido como agencia de promoción o la frivolidad con que desde la Judicatura se fomentan fenómenos degenerativos -jueces sustitutos-, etcétera, evidencian desdén hacia lo gubernativo. Tenemos jueces muy cualificados para juzgar, pero no siempre a la altura de esas otras responsabilidades: ser un eminente cirujano no implica ser un buen ministro de Sanidad. 

En la Judicatura no ha cuajado una «cultura» de gobierno necesaria para gestionar una organización compleja que debe responder a unas expectativas de eficacia, fiabilidad y resultados. Se explica así que en los ambientes judiciales se identifique lo gubernativo con satisfacer intereses profesionales, cuando gobernar supone algo a veces tan difícil como decir «no». El asociacionismo judicial, si quiere algún día asumir ese protagonismo gobernativo, debe cambiar de registro y superar el estilo reivindicativo-sindical, y a veces victimista, por una idea responsable de servicio, aunque razones para la queja no falten como tampoco derechos que reclamar. Pese a que la Judicatura cuenta con cualificados miembros para esas tareas, hay tendencias funcionarializantes, fruto de reclutas masivas de jueces, que no ven deberes o límites, que todo lo juzgan desde una concepción maximalista o extravagante de la independencia judicial que es, precisamente, su objeto de gobierno.

El poder político entiende desde su lógica que bastante poder tienen los jueces como para que, además, se les entregue el gobierno del Poder Judicial, de ahí que sea un poder «tutelado», que vive «de prestado» en cuanto a medios. Si esto es rechazable, peor aun sería que no se nos pudiese encomendar esa responsabilidad por incapacidad. Por eso sostengo, quiero seguir sosteniendo, que el sistema de 1980 era mejor, que siempre mejoraría lo presente. De ahí que los propios jueces debamos demostrar con hechos que, pese a todo, de asumir esa tarea de gobierno eligiendo a nuestros gobernantes lo haríamos mejor y para bien de los ciudadanos.

José Luis Requero, vocal del Consejo General del Poder Judicial
El Mundo, miercoles, 12 de diciembre de 2007

 

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