Cuando, en 1982, Alfonso Guerra dijo aquello de que a España no la iba a conocer «ni la madre que la parió», pocos, al menos progresistas, se llevaron las manos a la cabeza: lo cierto es que en un país con el fin de la dictadura todavía tan cercano, sólo un año después de que se produjera un intento de golpe de Estado, resultaba mayoritariamente deseable un cambio radical. Y, en efecto, si se nos permite hacer abstracción de los últimos años, por motivos bien conocidos, parece claro que la evolución que experimentó el país durante la primera década de gobiernos socialistas fue tan necesaria como positiva.
En la España de 2004, sin embargo, pocos eran quienes se mostraban insatisfechos con la primera Transición y consideraban necesario emprender una transformación de calado. Pero entre ellos se contaba Zapatero, el nuevo secretario general del PSOE. Este, nada más ser elegido presidente, animado probablemente, según dejó entender, por las lecturas de su abuelo, recuperó el noventayochista «problema de España» y se aventuró a resolverlo, sin otras armas que la baraka -como llaman los marroquíes a la suerte- ni otro plan que la inspiración del momento.
Tal vez por su talante dialogante, Zapatero supuso que las reivindicaciones nacionalistas tendrían como impulso fundamental una justa y comprensible reacción ante la retórica intransigente de Aznar. Ignoraba el presidente, por desgracia, que el motor del nacionalismo funciona con una dinámica autónoma. Como ha quedado demostrado una vez más, la dialéctica nacionalista sigue la lógica del incrementalismo estratégico, según la cual lo importante es avanzar paso a paso, persistentemente, con los tiempos de espera irremediables, pero sin perder jamás de vista unas metas prefijadas que son, por definición, inamovibles (y, por supuesto, independientes del talante del antagonista). Ante esta lógica, las concesiones ideológicas y las políticas de apaciguamiento por parte del Estado se han limitado a allanar el camino a los nacionalismos.
Por eso, tres años y medio después del inicio de la segunda Transición -la Transición de ZP-, la tendencia que queda marcada es abiertamente negativa. Hagamos un breve balance. En el País Vasco, una innecesaria negociación con ETA ha permitido a ésta volver a las instituciones y el PNV de Ibarretxe, que planteó Lizarra con el intransigente Aznar, plantea un referéndum de autodeterminación con el dialogante Zapatero y llama al incumplimiento de la Ley desde una institución del Estado.
En Navarra, el PSOE ha pasado a ser la tercera fuerza política, en beneficio de Nafarroa Bai, pese a que eso implicaba fortalecer las posiciones del nacionalismo panvasquista. En Cataluña, el soberanismo, que antes de ZP era defendido por un 7% de la población, se ha convertido en la causa común de los políticos nacionalistas, y el Estatuto aprobado en el Parlament con el concurso imprescindible de ZP está sirviendo como excusa para propuestas similares a las vascas, hasta el punto de que incluso los honorables Pujol y Maragall se destapan ahora llamando a la insumisión fiscal de los catalanes.
En el resto de las autonomías, el ejemplo de los nacionalismos, y su habilidad para convertir las diferencias en privilegios, está echando fácilmente raíces en el terreno abonado del regionalismo particularista hispano. Y este nacionalismo de emulación está conduciendo a un cambio en el modelo de Estado que debilita las instituciones públicas.
Las perspectivas son objetivamente tan poco halagüeñas que el Gobierno de Zapatero, asustado por sus futuros resultados electorales, ha frenado de manera ostensible las fuerzas motrices de su segunda Transición. Así, por ejemplo, del proceso de paz con la izquierda abertzale, con Otegi como «hombre de paz», se ha pasado a aplaudir el auto de Garzón por el que se encarcela a toda la dirección de Batasuna y en el que se certifica que esa izquierda ni tiene ni tuvo voluntad de abandonar las armas; y de la idea de «nación de naciones», eje ideológico fundamental de la Transición de ZP, se ha pasado a la idea de emplear TVE como instrumento para defender la «identidad española», así como a la resurrección publicitaria de la marca «Gobierno de España».
Pero con una política de gestos y eslóganes apenas se podrá alterar el camino hondamente marcado estos años por las reformas estatutarias. Además, mientras el cambio se limite a dar marcha atrás en lo que hasta ahora se había vendido como el buen camino, sin que exista un nuevo discurso ni una política articulada, el frenazo será percibido por el votante nacionalista como una concesión a los intereses más reaccionarios, lo cual contribuirá a legitimar las posiciones nacionalistas, y al conjunto de la ciudadanía se le transmitirá el equivocadísimo mensaje de que la única alternativa a los nacionalismos periféricos es el rancio españolismo.
El fracaso de la Transición de ZP tiene su origen precisamente en el abandono de la defensa activa del Estado. Aunque las rectificaciones, si son acertadas, deben ser aplaudidas (tal es el caso del cambio de rumbo en materia terrorista), la solución no ha de venir de la reacción, sino de la acción positiva. No basta con frenar la tendencia apuntada; habrá que marcar otra nueva, recordando en todo momento que entre las principales metas del progresismo se halla la superación de las sociedades jerarquizadas según identidad.
Y esta defensa activa del Estado debe darse en todos los niveles. Las escuelas, por ejemplo, sobre todo las de las zonas donde gobiernan los nacionalismos, tendrán que dejar de ser un lugar donde principios como la diversidad y la diferencia se presenten como superiores a los de libertad e igualdad, e incompatibles con ellos. Habrá que insistir en explicar que cada uno de nosotros posee una identidad compleja y que es perverso simplificarla, empobrecerla y violentarla para hacerla coincidir con la identidad comunitaria oficial. Y que todavía es más perverso hacer de la posesión de esta identidad simple el requisito de pertenencia a la comunidad política y la condición sine qua non para recibir la solidaridad.
Habrá que explicar también que el regate corto del particularismo que no atiende el interés general va en contra de todos y resulta enormemente disfuncional. Será necesaria una política que explicite de forma clara las múltiples ventajas que supone la pertenencia a comunidades políticas amplias de ciudadanos con iguales derechos y deberes. Y habrá que explicar que esta política, además, concuerda con la voluntad de construir una Europa de ciudadanos y ayuda a sostener una política exterior propia que colabore eventualmente con la europea -si ésta termina conformándose- en la construcción de alternativas a un mundo atravesado por el totalitarismo étnico y religioso. Una política, por cierto, muy diferente de la Alianza de civilizaciones, que acepta la selección de un rasgo de la identidad, la religión, como determinante de las comunidades en las que se ven enclaustrados sus miembros.
Modificar esta tendencia centrífuga implica cerrar la fallida Transición de ZP, abriendo el debate territorial a todos, procurando acuerdos con quienes han tenido y tendrán en el futuro capacidad de gobernar España -acuerdos, por supuesto, susceptibles de ser ampliados a la mayoría de fuerzas políticas- y emprendiendo modificaciones en las leyes electorales y en los usos políticos que eviten la posición de privilegio que tras cada cambio de Gobierno alcanzan los partidos nacionalistas.
Sólo entonces, tras un análisis meditado y con el máximo consenso, sería posible hacer las propuestas de reforma constitucional que se consideren necesarias para garantizar objetivos concretos: poderes públicos estables, fuertes y eficientes que dejen de estar al albur de mayorías coyunturales y sirvan para fortalecer la defensa de una sociedad de ciudadanos libres e iguales.
Ramón Marcos Alló es letrado de la Seguridad Social y Pedro Gómez Carrizo es editor. Los dos son ex militantes del PSC y de la corriente Socialistas en Positivo. El Mundo (23.10.2007)
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